![Valladolid: el cine de las sábanas blancas](https://s1.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/202206/10/media/cortadas/B.QuinterOilustracine-kSME-U1703613096046QH-1968x2600@El%20Norte.jpg)
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Para no ser menos que mis vecinos me he suscrito a una de esas plataformas que ofrecen cine y series durante veinticuatro horas al día; en parte lo he hecho para modernizarme y, ya puesto, para escapar de las imágenes de la invasión de Ucrania en todos los informativos. La oferta de ocio es tan apabullante que resulta imposible darle un respiro al mando porque lo que mola es pasar de una serie a otra, de un documental al siguiente y de película a película hasta que la oferta me vence y me voy a la cama. Como no creo haber visto de principio a fin nada de lo mucho que ofrecen Netflix y compañía, acabaré reenganchándome a 'El Padrino', trilogía que veo un par de veces al año desde hace medio siglo, que es justo la edad que tiene la primera parte, la de Marlon Brando.
El caso es que mientras enredaba con los canales me dio por pensar cómo eran nuestras vidas antes de que llegaran las plataformas de marras. Fue durante esas profundas meditaciones cuando caí en la cuenta de que en Pucela no quedan en pie ni una décima parte de los cines que frecuentábamos siendo críos, novios, casados y divorciados. Y eso que Valladolid es Ciudad de Cine, tal y como lo demuestran la Seminci y el extraño y colorista monumento que hay en las inmediaciones de La Rubia. Y sin olvidar, por supuesto, la Cátedra dedicada al tema que funciona desde hace sesenta años en la Universidad de Valladolid, dirigida por el profesor Javier Castán, convencido de que los ciclos cinematográficos organizados por su Departamento sirven para superar «el aislamiento entre universidad y ciudad». Así que nadie puede discutir nuestra vinculación con el séptimo arte, pero no todos conocieron o recuerdan dónde se ubicaban las treinta y tantas salas funcionando para cualquier público.
Echando un vistazo a ese pasado no tan antiguo me pregunto si soy el único que echa en falta el Vistarama en Portillo de Balboa, o el Coca, el cine Alameda, el Avenida en el Paseo de Zorrilla, o el Embajadores, en la calle del mismo nombre. Quién se acuerda de las salas del Delicias, La Rubia, Matallana, Parquesol o los modernísimos y también trincados del Equinoccio. El Rex, en el Paseo de Zorrilla cerca del 4 de Marzo, el Castilla en el barrio Girón, el Goya, ubicado en la calle Labradores. Incluso se me viene a la cabeza el cine del Frente de Juventudes en la calle Muro, donde un hijo de Satanás me robó la entrada y salió corriendo. Cuando, ya de mayor, se lo conté a mi amigo Piti Ponce se cachondeó a base de bien y me llamó «pringao», un insulto en toda regla.
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José F. Peláez
Sonia Quintana
Para terminar de deprimirme le pregunté si recordaba cuándo fue la última vez que se sentó en una butaca frente a la pantalla; tras cachondearse otro rato de servidor me contestó, medio en broma, medio en serio, que todavía guardaba un buen recuerdo de Joselito en 'El pequeño ruiseñor', que vimos juntos en el Capitol, convertido ahora en una tienda de electrodomésticos. Sentados en butacas de madera y malamente mullidas, o en plateas sin respaldo pasábamos las horas en sesiones matinales, de tarde, vermú y noche o incluso dobles. Aquellos mágicos negocios que daban trabajo a operadores de proyección y ayudantes, taquilleros, porteros, acomodadores con linterna y vendedoras de chucherías recorriendo el patio de butacas antes de que se apagaran las luces.
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Durante un rato él y yo evocamos no solo las salas que frecuentábamos sino aquella vez que el acomodador, linterna en mano, me echó del Roxy por gritar ¡vaya tetas! dirigida a Gina Lollobrigida en 'El salto del tigre', donde un adolescente romántico se enamoraba de su tía, que estaba buena a rabiar; o aquella otra cuando le sacaron a él del gallinero del Pradera por ventosear a destiempo durante la proyección de 'Don Erre que Erre', de Paco Martínez Soria, una de aquellas inefables películas blanditas propias del Domingo de Resurrección. «¿Qué pasa?, (me dijo ayer mismo mi colega), ¿ya no te acuerdas de que en Semana Santa hasta los cines trincaban desde el jueves para que nos hartáramos de procesiones?».
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Enrique Berzal
Fue entonces cuando se me vino a la cabeza el aburrimiento de aquellos días eternos sin películas, sin bares ni bailes y 'condenados' a escuchar por la radio los desfiles de pasos y capuchones. Y me vi a mí mismo prácticamente encerrado en casa escuchando al locutor de una emisora en la que, muchos años después, acabé trabajando y que entonces se promocionaba con un rotundo: «Desde el corazón de Castilla, La Voz de Valladolid, número uno de la Red de Emisoras del Movimiento». Y no tuve que hacer ningún esfuerzo para recordar la voz de José Delfín Val, el gran locutor que intentaba llenar a base de procesiones las muy aburridas jornadas sin pantallas blancas ni más diversión que jugar a las chapas.
Cuando me entró la nostalgia llamé a Pepe, hoy Cronista Oficial de la Ciudad, para que me contara cosas de aquellos días, como por ejemplo que las retransmisiones salían bien gracias a unas fichas elaboradas por él mismo. Lo que ninguno de los dos sospechábamos es que aquellas cartulinas de trabajo acabarían siendo el germen de un libro escrito al alimón entre él y un servidor que hace nada entregaron al mismísimo Papa de Roma y que puede consultarse en el Archivo Vaticano. Allí está la historia de nuestra Semana Santa, pero ¿quién guarda la historia de todos esos cines que nos permitieron conocer mundo, matar el tedio y hasta meter mano protegidos por la oscuridad de la sala? Incluso el Nodo tenía su morbo por ver, una y otra vez, al caudillo de las Españas inaugurando pantanos a tutiplén mientras se hacía más visible su decrepitud.
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Lo dejo aquí porque quiero ver en mi plataforma de pago un documental sobre los Borbones (¡joder qué tropa!), aunque lo más probable es que, como dije al principio, vuelva a visionar la primera parte del filme de Coppola para saborear, otra vez, aquella escena en la que Don Vito Corleone ordena escarmentar a un fulano que había abusado de la hija del dueño del tanatorio. Cuando le preguntan quién desea que se encargue de hacer el recado dice sin inmutarse: «que lo haga Clemenza, con gente de mucha confianza que no se entusiasmen, que no somos asesinos, diga lo que diga ese funerario…».
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Equipo de Pantallas, Leticia Aróstegui, Oskar Belategui, Borja Crespo, Rosa Palo, Iker Cortés | Madrid, Boquerini, Carlos G. Fernández y Mikel Labastida
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