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El día entero estuvo dispuesto, propicio a la despedida. Abrió frío pero radiante. Y se cerró con un sol de final del invierno. Un sol que inundaba de luz horizontal los campos de Castilla alrededor del cementerio de Alcazarén. Si acaso al final, sólo al ... final cuando reinó la sombra, se dejó sentir un pequeño repeluzno. El escalofrío de la incógnita. Con todo y con eso, podríamos decir que la despedida de José Jiménez Lozano fue un colofón perfecto para una vida cumplida. Un último testimonio de su autenticidad. De su verdad.
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«Los césares antiguos / coronaban con laurel a los poetas», dejó escrito José en uno de sus últimos poemas, inédito. Y añadió: «Pero ya no hay gloria inmarcesible, / porque el laurel ya no se usa en la cocina». Sin gloria tal vez, porque la mención de la gloria, o de la maestría, siempre despertó en él una sonrisa sardónica. Pero sin duda con pena. Con mucha pena le dijeron adiós al escritor la familia y los amigos en el lugar donde él eligió vivir hasta morir: Alcazarén. Un pueblecito de Valladolid a 56 kilómetros de Langa, donde había nacido 89 años antes.
Entre bromas y veras, José Jiménez Lozano se presentaba siempre a sí mismo como un escritor secreto. Desde muy temprano en su escritura, como en su vida, identificó plenamente la humildad con la integridad. Y así cuajó, con afán de escribidor privado, una carrera literaria que no tiene coincidencias. La misma reverencia que sentía ante el poder de la naturaleza se convirtió en desprecio hacia los otros poderes. Y hacia los excesos mundanos. Y ni siquiera cuando fue periodista permitió que la urgencia hiciera mella en su pulcritud. Miguel Delibes tuvo en él un aliado impagable a la hora de construir su Caballo de Troya dentro de la redacción de El Norte de Castilla. Si no lo era ya, en las páginas del decano de la prensa Jiménez Lozano forjó con hierro su espíritu de cristiano rebelde. Y sin saberlo, o sabiéndolo, puso en diálogo permanente la más auténtica raíz del espíritu de Castilla con el último pensamiento europeo. Algo, por otra parte, y a pesar de logros tan evidentes como el de Las Edades del Hombre, que nunca se terminó de ver en su verdadera dimensión. No se sabe si porque su ortodoxia era demasiado heterodoxa o por lo contrario.
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Y lo que son las cosas. Los diez años que Jiménez Lozano se llevaba con Delibes fueron siempre diez años cabales. Ninguno tocó los noventa. Ni la primavera. Los dos se marcharon en marzo, con días de diferencia. Siendo tan radicalmente distintos, es difícil saber lo necesarios que pudieron ser el uno para el otro en determinado momento de sus vidas.
Después de una obra ingente, entre novelas, cuentos, ensayos, artículos y libros de poemas, sus últimas entregas literarias daban también por concluida la lección que aprendió en sus primeras grandes lecturas. «Yo ya no puedo hacer más», decía, después de volver otra vez sobre Teresa de Jesús, 'la Teresa', como solía llamarla en complicidad con sus paisanos abulenses. «Por lo menos que no se diga que no lo he intentado», volvía a decir en su enésima revisión del mudejarillo Juan de la Cruz. Le faltaba en el cómputo de las esencias sumar de rondón a su amigo y paisano de Langa, el poeta Jacinto Herrero, con quien siempre debatía de estas cosas. Y que le dejó bastante solo cuando decidió marcharse antes que él. Otro círculo cerrado en plenitud de consciencia.
Una obra, la de José Jiménez Lozano, vestida en apariencia de muchos géneros. Pero orientada siempre hacia sus tres o cuatro valores fundamentales: la piedad, el humor, la coherencia, el misterio. La sabiduría y la poesía; la luz y la hermosura con la misma emoción contenida siempre. Y la poquedad y el desvalimiento de los hombres, tantas veces. Pero también su determinación. Mucho antes de que los gurús hablaran de esta sociedad líquida en la que hoy vivimos, él ya identificaba el posmodernismo con la posverdad, es decir, con la impostura y la pérdida. Nunca lo dijo con vehemencia, porque su estilo era más bien el del titubeo, el vestir siempre como dudas incluso sus más íntimas certezas. Pero lo dijo, dando muestras hasta el último instante del poder de su pensamiento.
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Enrique Berzal
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«Luz que se apaga en el crepúsculo / de un día de octubre tan dorado. / La pobre mujeruca enciende un cabo / de vela, en su pequeña estancia, /y no la importan Ptolomeo ni Copérnico; / ni que el sol se haya ido, / o César haya muerto. / Es un poder autónomo». Eso ha dejado escrito, e inédito también José Jiménez Lozano. No es difícil saber cuánto de esa «pobre mujeruca», afanada en sus labores esenciales, había en él mismo. Es difícil que haya otro igual.
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