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Parecía eterno pero su finitud llegó. José Jiménez Lozano, escritor, periodista, conversador, murió en la madrugada de ayer a los 89 años de edad en el Hospital Clínico Universitario de Valladolid. Observador del mundo desde Alcazarén, quiso un entierro íntimo y así lo tuvo.
Las cigüeñas de la torres de San Pedro y Santiago sobrevolaron la despedida que su pueblo adoptivo y sus amigos le brindaron en tierras mudéjares. Precisamente esos ladrillos que hablan del mestizaje antiguo de esa población determinó su curiosidad de historiador por la relación de pueblos y religiones diferentes y agudizó su mirada estética que culminó en Las Edades del Hombre. El proyecto expositivo fue largamente ponderado por el arzobispo Ricardo Blázquez en su homilía del funeral de ayer.
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Pero antes de ese Jiménez Lozano, hubo un José niño que nació en Langa, en 1930, que se asombraba de Ávila como capital hermanada conConstantinopla y que escuchaba las conversaciones del autobús de línea en las que se referían a una guerra civil sobre la que caviló hasta el fin de sus días. En el último año investigaba las huellas de un bombardeo en las inmediaciones de la estación del Campo Grande de Valladolid en la que murieron civiles, «antes que en Guernica», apuntaba.
Estudió en Valladolid (Derecho), en Salamanca (Filosofía) y en Madrid (Periodismo). La primera, por indicación familiar, le llevó a opositar en la capital, aunque se consideró más dotado para comprender que para juzgar, como Simenon. Sin embargo, la familiaridad con la ley abrió otro surco en sus intereses intelectuales, los procesos inquisitoriales y la legislación canónica. Su estancia en Madrid añadió al joven lector de clásicos el espíritu azoriniano de cafés y periódicos. Comenzó a escribir para El Norte de Castilla en 1956. Aquel colaborador, que frecuentaba la tertulia de la vallisoletana librería Relieve (sede del Grupo Simancas), después de trabajar entre los libros de la cercana Lara, se incorpora a la redacción en 1965.
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Llegaba con el bagaje de haber cubierto las sesiones del Concilio Vaticano II, enviado por este diario y por la revista 'Destino'. «Allí estaba todo escrito», recordaría después. «Éramos un grupo de jóvenes que teníamos que contar lo que la Oficina vaticana quería. Martín Descalzo lo cubría para el 'ABC', también estaba Juan Arias, una inglesa... Hicimos una visita oficial a la embajada de Cuba en Roma, parecía que había pasado suficiente tiempo para normalizar la relación con un país comunista, y nos advirtió el embajador, 'no pidan ustedes una coca-cola'». Y el Pepe de los chascarrillos se reía con ganas, aunque a renglón seguido obligara al interlocutor a reparar en la falta de rigor en la escritura de la última encíclica o en el poco provecho de la terrible lección de los totalitarismos del XX. Aquella experiencia periodística la volcó en 'Un cristiano en rebeldía' (1963) y su posterior 'Meditación sobre la libertad religiosa española' era tan extraño en la ensayística nacional que llamó la atención de Américo Castro. «Yo tenía 45 años, él andaba por los setenta. Me felicitó, le parecía raro que alguien de esa España escribiera sobre la libertad religiosa. Nos carteamos durante cuatro años».
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En 1965 Jiménez Lozano pasa a ser un «periodista de mesa» en la redacción de El Norte de Castilla, en la calle Duque de la Victoria. Coincidieron César Alonso de los Ríos, Javier Pérez Pellón, Emilio Salcedo, Miguel Ángel Pastor, entre otros, dirigidos por Miguel Delibes. En 'El caballo de Troya', una sección de política del diario, convergían sus opiniones, animados por el ejemplo de su leído 'Le Monde',
Compartió con Miguel Delibes amistad, oficio y carrera literaria. Mientras el primero describió la Castilla campesina que visitaba cada fin de semana, Jiménez Lozano eligió vivir en ella aunque su escritura voló por territorios y siglos más variopintos. También ambos tuvieron relación con 'El País' en sus inicios, Delibes al rechazar la dirección, Pepe al escribir sobre asuntos religiosos en sus páginas. Si el autor de 'El camino' se convirtió pronto en una celebridad nacional, Jiménez Lozano es a día de hoy lo que quiso ser, casi «un escritor secreto». Durante tres décadas formó parte de esta plantilla periodística llegando a la subdirección a finales de los setenta y a la dirección en 1992.
En 1978 publica otro ensayo insólito, 'Los cementerios civiles' (Taurus), en el que Lozano recorría los «corralillos» donde se enterraban ateos, no bautizados, casados por la autoridad civil, suicidas y los que no confesaron antes de expirar. Homenaje a los heterodoxos, fue revisado y reeditado 30 años después por Seix Barral.
La carpeta azul
Desde los setenta se alternan en su mesa obras de ficción y ensayos, a los que se suman en los ochenta los libros memorialísticos y en los noventa, la poesía –como su querido San Juan, tardó en mostraras su versos–. Premio Nacional de la Crítica ('El grano de maíz rojo', 1988), Premio Nacional de la Letras (1992) y Premio Cervantes (2002), por citar tres de los hitos que sacaron al abulense de su elegido retiro, Jiménez Lozano, que cumpliría el próximo 11 de mayo 90 años escribió, leyó y escrutó el mundo hasta el último momento.
En su ordenador maceraban casi siempre dos o tres libros. El próximo mes de abril Trotta publicará su correspondencia con Américo Castro y el escritor estaba considerando la oportunidad de otro ensayo, terminado hace tiempo. Ysiempre de fondo, los cuentos.
Poco amigo de guardar demasiados papeles, tenía sobre su mesa una pequeña carpeta azul. En ella estaban los apuntes recientes de su memoria, sobre los que rondaba su pensamiento. Ahora la llenaban una curiosidad bibliográfica –siempre fue un audaz rastreador de librerías de viejo–, un pequeño tratado de contabilidad de los años treinta. «Mira, ábrelo». Y a partir de la tercera página, el último texto de Miguel de Unamuno de enero de 1937, «hay tantas cosas sorprendentes...». Guardaba también una foto de un congreso judío en Estados Unidos; «¡cómo son! me invitaron y a pesar de no estar, esa silla vacía era mi sitio». Ypor último una carta de Vergés, editor de Destino, en el que le sugería algunos cambios en 'La salamandra', «maneras de censurar».
Lector de sus «amigos», esa lista la encabezaban mujeres como Teresa de Jesús, Flannery O'Connor, Simone Weil y las de Port-Royal, seguidas de Erasmo, de Spinoza, Pascal, Bataillon, Heidegger, y un larguísimo etcétera. Además de los libros de los amigos que frecuentaban su casa. En un estante, siempre había tesis nuevas sobre su obra. La querencia por los pintores holandeses le llevó a entretenerse en 'collages' de su íntima cotidianeidad en los que primaba el humor, como constató la exposición 'Recortes del cosero' (galería La Maleta, 2011).
No fue fiel más que a sus ideas, diseminando su periodismo por varias cabeceras y su literatura en una colección de editoriales –Destino, Seix Barral, Antrophos, Trotta, Pre-Textos, Encuentro, Confluencias...–. Era más fácil que acudiera a cualquier escuela o instituto que le llamaran que a las citas sociales de un oficio que entendió como ejercicio en la intimidad. En la casita, una edificación al fondo de su jardín, guardaba su biblioteca. Hace unos años vivió el colmo del escritor, ser atacado por sus libros. Le cayó una estantería y su andar se vio herido por la literatura.
Defensor a ultranza de la libertad individual –«cuando se tiene no se habla de ella»–, pesimista con la situación política de España, irónico con cualquiera que ostentara el poder, fue un vitalista cuya cabeza permaneció en una envidiable madurez. Nada le era ajeno, tenía una «una curiosidad infinita». Siempre se rió de las etiquetas; «como ese pintor de Medina de Rioseco que el 19 de julio de 1936 le paran en un camino y le preguntan: '¿es usted falangista o comunista?' Y dijo él 'yo soy paisajista'», contaba. Le lloran sus amigos, sus tres hijos, sus nietos y Dora se queda sin la discusión diaria sobre la comida, sobre las calas que empiezan a florecer, sobre la vida.
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