Secciones
Servicios
Destacamos
MARÍA EUGENIA MARCOS
Exxubdirectora de El Norte de Castilla
Viernes, 13 de marzo 2020, 08:30
En alguna ocasión, como responsable entonces de la sección de Opinión de este diario, llamé a Pepe –no imagino llamar de otra manera a J. J. Lozano– con la dudosa esperanza de que escribiera unas líneas sobre una persona relevante que acababa de fallecer y ... que él conocía. Enemigo declarado de este tipo de artículos periodísticos, inquiría: «¿Qué digo? Estos temas son serios y se tratan de oficio. Si el muerto es un amigo de verdad, es asunto para quedar en los interiores de uno. A nadie incumben nuestras intimidades. Si es un conocido, poco de interés se podrá decir. Mejor lo dejamos». Y lo solíamos dejar. Si rompía la norma, la cuestión era insoslayable.
Noticia Relacionada
Qué razón tenías, querido amigo. Pero aquí nos vemos expuestos a unas ineludibles líneas en tu memoria que no te harán justicia. Casi te oigo decir el «pamplinas» con que orillabas los comentarios sobre tu persona.
En este periódico, décadas atrás, la forma de trabajar en nada se parecía a la actual. Conviene indicarlo porque hoy sería difícil de entender una relación como la de Pepe y aquel Norte.
Cuando entré en la redacción del viejo rotativo de la calle Duque de la Victoria mediaban los setenta. Un par de días por semana veía aparecer por allí a un señor, por su dominio de la escena sin duda alguien importante en la casa, cuya función no alcanzaba a entender comparada con la habitual de los redactores. Carecía de despacho. No tenía mesa y ni una simbólica silla podía reclamar como propia. Tampoco le veía escribir.
Más sobre Jiménez Lozano
¿Cuáles eran exactamente tus obligaciones? Vivías en un pueblo, llegabas a la redacción caída la tarde los martes y jueves pegado a una inmensa cartera y a un ducados. Antes de ir al periódico habías pasado por la librería que pertenecía a El Norte y a la que asesorabas. Ahí echabas una ojeada a las novedades y cargabas con libros. Posiblemente ya habías recogido la prensa extranjera que te guardaban en el quiosco de la Plaza Mayor. En este ir y venir charlabas con numerosos conocidos. Con unos habías quedado, otros te los cruzabas en la calle, otros eran lectores de tus libros que te salían al paso. La conversación era tu declarado placer y lo practicabas con la curiosidad de un entomólogo ante la posibilidad de topar con un raro ejemplar de ideas interesantes. La gente centraba tu curiosidad. En el periódico montabas improvisadas tertulias con quien se aviniera a ellas. No parecía un trabajo duro aquel. Con el tiempo comprendí su sutileza: asesor de élite. Ofrecías una mente sólida, finamente cultivada y analítica y, qué rareza, nada temida. Carecías de ambiciones prácticas. Figurabas como redactor de plantilla desde 1965, aunque colaborabas asiduamente desde el final de los cincuenta. En 1978 fuiste nombrado subdirector. En palacio sabemos que las cosas se tomaban con calma.
De los directores de El Norte que he conocido, posiblemente fue el que más escribió para el periódico y el que más sinceramente se interesó por las personas. Aquella prensa extranjera que leía en varios idiomas le permitía saber qué ocurría más allá de las fronteras y analizar con inteligencia y pocas alegrías la deriva del mundo en artículos periódicos. Entre temas circunstanciales, escribía los editoriales –lo que también había realizado para periódicos de tirada nacional– a los que aplicaba la máxima de que solo hay que publicar estos textos en las contadas ocasiones en que el tema trasciende el momento y marca, podríamos decir, un hecho histórico. Mantenías que leídos pasados los años deben dar las claves de un tiempo. Cuando no es así, se reducen a comentarios bienintencionados, asegurabas. Era el rigor intelectual de uno de los pensadores de mayor peso de una España que conoció muy bien, fruto de indagar a fondo su historia en busca de sus razones. Un lujo para un periódico de provincias. El suplemento de Letras caía también bajo su jurisdicción. No hubo colaboradores que trabajaran con más autonomía.
Los accionistas mayoritarios le designaron director a la muerte de Fernando Altés Bustelo en 1992 sin que esto modificara un ápice sus costumbres. Siguió sin sentarse en silla fija, aunque ya tenía despacho. Añadía a sus obligaciones, ahora sí que ineludibles, la de ser enlace entre lo que llamábamos con realismo el 'consejillo' y la redacción. El consejillo, consejo de dirección, constituía una reunión de los principales propietarios de El Norte donde, en principio, se trataba de hablar del periódico, pero por lo general –no hay duda de que debió haber momentos trascendentes de los que nos enterábamos cuando ellos así lo querían– consistía en una amena reunión de viejos amigos con intereses y gustos comunes y, sobre todo, de relevante nombre. Miguel Delibes, José Antonio Rubio Sacristán, Fernando Altés Villanueva y José Jiménez Lozano integraban el núcleo. Si se hablaba del periódico, lo habitual era que se recriminara a un redactor una información. Pepe, que no solía permanecer mucho tiempo en la tertulia, se comprometía a transmitir la queja, lo que dilataba tanto que la mayoría no llegaba al destinatario. Sabía que al martes siguiente el asunto se había olvidado. Cuando no era así por la trascendencia de lo ocurrido, limaba las aristas hasta dejar el tema romo. No era hombre para mandatos ni agrias decisiones. No estaba en su ser y nadie se llamaba a engaño por ello. Tampoco le importaba gran cosa que esa bonhomía le restara autoridad.
Más sobre Jiménez Lozano
El Norte
Enrique Berzal
Enrique Berzal
Enrique Berzal
A Pepe no le gustaba mandar, ya se ha dicho, y asumir la dirección era un relativo compromiso con fecha de caducidad. Impuso como condición que no se alteraran sus costumbres. El Norte negociaba su venta al Grupo Correo y, además, la jubilación de los 65 años estaba en puertas. El «gobierno de progreso» como llamaba al suyo fue el de las mujeres. Si bien muchas ya ejercían autoridad antes de que J. J. L. llegara a director, sus nombramientos se habían producido por sus sugerencias. Tenía la teoría de que una mujer templa, negocia y manda mejor que un hombre en trabajos donde los egos abundan. Por lo general, llevan calma a las tempestades, sostenía. Pasé a ser su colaboradora directa, con función tan poco clara como la suya: adjunta al director con obligada asistencia a los consejillos. Con este nombramiento ya todas las secciones tenían una mujer con mando. Sospecho que no había en el país, en el ramo, caso semejante y el Me Too ni estaba ni se le esperaba cuando los noventa iniciaban marcha. Desde Deportes a Cultura, previo paso al resto de secciones, si se quería algo había que hablar con una mujer. El cambio de propietarios arrasó con modos, ideas y formas de trabajar. Había que modernizar la anquilosada máquina, introducir nuevas correas de transmisión, nueva maquinaria, sentenciaron los compradores. Y ese mundo se vino abajo. Y él, poco a poco, se distanció de aquel periódico que en nada se parecía al que fue su casa durante más de treinta años. Con su marcha, El Norte no volvió a ser noticia en las páginas de la gran cultura nacional. José Jiménez Lozano fue el último Premio Cervantes, el último Nacional de las Letras, de la Crítica… en cuya biografía había un amplio capítulo para el periódico decano del país, el viejo rotativo al que había prestigiado tanto al poner su nombre entre los de sus redactores. Pero, con ser muchos sus logros como escritor, ninguno se acerca a su calidad humana.
Gracias amigo por ser tan buena gente.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.