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Las nubes blancas y grises que cubrían el cielo impedían ver los paisajes de Pensilvania, que el avión estuvo sobrevolando un rato, pero sí se llegaba a apreciar la vastedad de los lagos que rodean Detroit cuando ya estábamos aterrizando.
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En el aeropuerto me esperaba ... un amigo, Gaspar, con el que estuve recorriendo en coche una ciudad que iluminaba el pasado tanto como podía ensombrecer el futuro. Puede decirse que, salvo el distrito central, los demás barrios han salido perjudicados tras los planes de recortes municipales ue no evitaron la bancarrota que padeció la ciudad en el 2013, un año después del supuesto fin del mundo que proclamaban los que habían interpretado mal el calendario maya. Si Nueva York seguía siendo en muchos aspectos la ciudad de la euforia y el comercio desbocado, Detroit era la ciudad de la depresión y la desolación. En cuanto salías de la zona céntrica con sus luminosos rascacielos avanzando hacia el agua, los barrios deprimidos y deshabitados se sucedían como carruseles de casas entregadas a la intemperie y a la ruina. El abandono no solo se apreciaba en los barrios populares, también se había apoderado de las urbanizaciones más selectas en las que en otro tiempo se desplegó una alegre clase media, con sus niños bien vestidos y los automóviles relucientes del sueño americano. En Detroit ese sueño no solo tocaba fondo, también desplegaba su verdadero abismo, el que surge como un enorme cenote cuando la economía desfallece y las estructuras sociales exhiben esa tendencia a la precariedad que ha caracterizado siempre a Norteamérica, más allá de sus oropeles y su retórica pomposa y grandilocuente.
Gaspar me mostró las ruinas de la factoría donde se había fabricado el famoso Cadillac clásico, que adornaba las películas de los años cincuenta con su reluciente envoltura y que comparado con un coche de ahora viene a ser lo mismo que comparar el Partenón con un chalet de una urbanización de provincias. La fábrica había sido invadida por la vegetación, y los álamos crecían sobre el hormigón resquebrajado del terrado y el primer piso. Las ramas surgían de las ventanas sin cristales y las plantas trepadoras cubrían las paredes a punto de sucumbir. En tan solo una década la factoría parecía un templo de Indochina medio devorado por la jungla.
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Ver las ruinas de Detroit, tan recientes y a la vez tan consumidas por la vegetación, te hacía pensar en la precariedad de todas las culturas, las antiguas y las de ahora. Como decía Lévi-Strauss, el hombre ha concebido infinidad de disparatadas estructuras, que llegado un momento se desploman sin posibilidad alguna de volver hacia atrás, siguiendo un mecanismo irreversible que solo genera entropía. Se trata de un proceso que te aboca a la sensación de absurdo y te incita a meditar en lo equivocados que parecen todos los sueños humanos. El hombre construye con el mismo frenesí con que destruye. Si juntamos ambos frenesís en uno solo, como mitades de una misma unidad dialéctica, el resultado es el cero, y el teorema que se deriva de ello no es demasiado esperanzador: construcción + destrucción = nada.
En Tikal, la ciudad maya perdida en la selva de Guatemala, pensaba que las ciudades que no tenían el amparo de un río no parecían un buen invento, pero resultaba que las ciudades con agua incesante también podían caer en desgracia, como le había pasado a Babilonia, que ya en tiempos de Jesucristo era un montón de ruinas. Ni Babilonia había tenido nunca escasez de agua, ni la había tenido Detroit, la ciudad americana que cuando yo era niño mejor representaba el sueño americano.
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El Norte
Enrique Berzal
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Hileras de villas que tan solo unas décadas atrás exhibían su resplandeciente blancura se deslizaban ante mis ojos con más fisuras que la casa Usher, en calles con el pavimento agrietado, entre charcas negras y farolas sin luz, en el crepúsculo más triste que me ha dado a conocer la vida. También estaban en ruinas los espléndidos cines de los años cincuenta, la era del tecnicolor y las películas de gran formato, cuando todavía ir al cinematógrafo era lo mismo que sumergirse en un sueño dorado, y los teatros solemnes en los que se debieron de representar muchas obras de Shakespeare estaban a punto de desmoronarse. Se trataba de espacios que invitaban a entregarse a las reflexiones del Barroco sobre la efímera gloria de la vida.
Salimos del teatro y vimos una bandada de cuervos posándose en un árbol sin hojas. Quedamos fascinados; con su presencia la tarde adquiría la redondez de una fábula trágica.
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