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«Esto es un aburrimiento. Y no digo más». Con estas ocho palabras se ha despedido Diego (4 años) del segundo fin de semana confinados por el coronavirus.
Quién fuera niño para volver a sentir esa sensación de hastío.
A mí me da la ... impresión de que con el confinamiento tengo más tarea que antes. Al teletrabajo y las labores domésticas tengo que sumar los requerimientos continuos de los niños y la limpieza diaria del whatsapp, que no es moco de pavo.
Y es que en durante el estado de alarma liberar espacio del móvil se ha convertido en una labor diaria y obligada. La limpieza de las entrañas del celular se ha vuelto igual de necesaria (o más) que la de casa.
Pero a mí que me den el trapo y la mopa, porque por más que expurgo, borro y archivo mensajes, audios y vídeos, el dichoso teléfono sigue lanzando avisos de que está empachado. Y no me extraña.
Desconozco cómo gestionan el tema lectivo en los colegios de las ciudades, pero en nuestro centro rural las cosas se mueven por teléfono (el mío) o por whatsapp (también el mío). Todavía no entiendo cómo me ha caído a mí este marrón. Doy fe de que al comenzar el curso dejé por escrito que para cualquier emergencia o comunicación del centro se pusieran en contacto con el padre de las criaturas.
Pues a día de hoy, soy titular indiscutible en los grupos del Ampa, de la clase de 4º de Primaria, de 2º de Infantil, de solfeo, música, atletismo… y tengo que soportar además vídeollamadas colectivas y diarias de las amigas de Marta (9 años), que por supuesto no contesto.
«Pues cómprame un móvil», me sugiere la niña como si nada. «Ni lo sueñes preciosa», respondo con una sonrisa triunfal. Aguantaré el envite.
Pero vamos al lío. El fin de semana no ha ido mal, tampoco bien. Ha ido, sin más. Se han acostado tarde, se han despertado pronto, se han peleado, se han reconciliado, han jugado a la PlayStation, han visto la tele y han saltado a la colchoneta (solo el domingo, porque el sábado estuvo toda la tarde jarreando agua). Como cualquier sábado y domingo, pero sin pisar la calle.
Solo ha habido una novedad, bueno dos.
La primera es que durante la tarde del sábado Marta ha enseñado a Diego a jugar al cinquillo. El domingo, ya en modo experto, nos lanzamos con el 'As, dos, tres' y el 'burro'. Parece que les entretiene, así que en días sucesivos seguiremos con la brisca y el tute. [Aviso: cuando tenemos actividad nueva es muy importante motivar a Diego, que se desanima rápido. Así que muy sibilinamente me ocupo de ponerle en bandeja la victoria de vez en cuando para alargar el juego].
La segunda novedad es que cada día que pasa les veo más unidos. Cuando los hermanos se llevan (como es el caso) cinco años es complicado buscar juegos y actividades que les gusten a los dos. Suelen ir en paralelo. Pues después de una semana sin separarse puedo certificar que la relación entre ambos ha mejorado. A la fuerza ahorcan.
Diego se pintó bigote y perilla el viernes por la noche. Como el domingo seguía con 'look' de leñador, acabamos el fin de semana con un largo y relajado baño. «¿Por qué se me quedan así las manos?», pregunta al salir de la bañera. «Ni idea», respondemos su padre y yo al unísono. «¿Podéis preguntar a Google a ver si él lo sabe?», propone.
Pues claro que lo sabe y hay respuesta científica a la cuestión. La encuentro en esta web de investigación y ciencia: «El hecho de que se arruguen las yemas de los dedos tras un largo y apacible baño no constituye solo un proceso activo en el que los vasos sanguíneos se contraen como una respuesta natural del sistema nervioso periférico, parece que existe otra razón de ser. Según investigadores de la Universidad de Newcastle, los surcos que se forman en los dedos al mantener durante cierto tiempo las manos o los pies en el agua desempeña una función específica y una ventaja natural: permiten agarrar mejor los objetos mojados o húmedo». Toma ya.
Los seis reportajes anteriores
BERTA MUÑOZ CASTRO
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Berta Muñoz Castro
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