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Javier acaba de cumplir 4 años –en septiembre–, pero ya es «muy consciente de sus particularidades» y tiene claras sus prioridades. Cuenta su madre que, con total naturalidad, «Javier explica a su abuela que él no quiere jugar al fútbol porque tiene las piernas cortas ... y no corre tanto como sus compañeros». «Además, me canso», argumenta.
Lo suyo, dice María Saiz, es la música. «Una vez a la semana acude a la escuela de rock que el grupo Happening ha puesto en marcha en la calle de Las Mercedes de la capital. Y le encanta». «También va a natación, dos días a la semana», un deporte que mejora la hipotonía muscular que va ligada a las displasias óseas.
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El optimismo y la franqueza con la que habla de la acondroplasia «pura y dura» que tiene Javier no siempre se ha respirado en la familia Rodrigo-Saiz. María echa la vista atrás y recuerda el día que les dieron la noticia: «Fue en la semana 31 de embarazo». «Y, a partir de ahí, hasta el parto, viví un infierno. Los médicos sospechaban que además de la acondroplasia, Javier podía tener una discapacidad intelectual. Anímicamente estaba destrozada», reconoce María ahora, con la fortaleza que da la experiencia y con la certeza de que Javier, además de «un terremoto», es un niño despierto y «muy feliz». Su sonrisa permanente da fe de ello.
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No fue hasta el nacimiento –«por cesárea programada, después de mucho insistir»– cuando descartaron el retraso intelectual. El diagnóstico que confirmaba la acondroplasia llegó diez meses después. «Me tuvieron que hacer dos análisis genéticos porque el primero, sorprendentemente, dio negativo. Yo creo que mandaron el de otra familia», ironiza.
«Solicité la discapacidad de Javier a los seis meses, pero fue denegada. Nos dijeron que hasta el año no se reconocía. Algo absurdo –considera– porque se trata de una enfermedad genética, con diagnóstico».
«El mayor problema que vemos, además de los trámites burocráticos, es que no hay especialistas. Vamos dos veces al año al hospital de Málaga pero lo ideal es que hubiera unidades especializadas en displasias óseas en centros de referencia como el Niño Jesús de Madrid».
Y entre revisión y revisión, vida normal. «Nos ofrecieron llevar a Javier a un colegio especializado en la atención a alumnos con discapacidad motórica y desde entonces está en el García Quintana». En la escuela, igual que en casa, Javier «es muy juguetón», pero tiene «mucho genio». «Es intenso, tiene un carácter fuerte», algo que «le va a venir muy bien en la vida».
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