Vista de la Plaza Mayor de Segovia a principios del siglo XX. Archivo Municipal de Segovia

¡Acabo de matar a Antonio Ruiz!

Segovia, crónica negra ·

Lo apuñaló en la puerta del café Oriental, el negocio que la víctima regentaba muy cerca de la Plaza Mayor. Iba borracho y fuera de sí, pero era plenamente consciente de lo que había hecho

Carlos Álvaro

Segovia

Martes, 12 de abril 2022, 00:46

La noche del 17 de agosto de 1902 hacía un calor sofocante y el silencio reinaba en la calle, pero el murmullo de los parroquianos escapaba con nitidez por las puertas de las tabernas, abiertas de par en par. Los de siempre apuraban el último sorbo en el Oriental, el café que Antonio Ruiz, un reconocido industrial segoviano, regentaba en la calle de Reoyo, esquina Melitón Martín. A eso de las doce, entró en el establecimiento Primitivo Gutiérrez, un individuo de 37 años célebre en la ciudad por su carácter pendenciero y alborotador. Iba bebido y muy excitado. Antonio, con buenas maneras, «invitó» a su cliente a abandonar el local, pues gritaba e insultaba. El dueño del bar echó el cierre. Los pocos que quedaban dentro eran de la confianza de la casa y al fin y al cabo la jornada había terminado. Transcurridos unos minutos, se oyeron unos golpecitos en la puerta.

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-¿Quién va? -preguntó Antonio.

-Servidor. Que salga Antonio, que lo están esperando -se escuchó decir.

Y Ruiz, muy lejos de sospechar que al otro lado aguardaba el Primitivo, levantó el pestillo y salió. El borracho le pinchó el bajo vientre con una navaja de grandes dimensiones, de esas de lengua de vaca, y el herido cayó al suelo.

-¡Miserable! ¡Me ha matado! ¡Me ha matado ignominiosamente! ¡Auxilio!

El Primitivo aligeró el paso, pero no corrió. Tranquilamente tomó la calle de Melitón Martín y a los pocos metros se topó con el sereno del hotel Comercio.

-¿Dónde vas, Primitivo?

-¡Acabo de matar a Antonio Ruiz! -exclamó el delincuente mostrándole la navaja.

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Mientras, los amigos de Ruiz trataban de contener la sangre que le brotaba del corte. Entre todos lograron trasladarlo a la Casa de Socorro, donde fue operado de urgencia. Allí hicieron acto de presencia el juez de Instrucción, el alcalde de Segovia y el párroco de San Martín, don Eugenio Sanz, amigo de la familia. Los galenos comprobaron que la puñalada era mortal. La herida solo tenía tres centímetros, pero había alcanzado los intestinos y ocupaba la región hipogástrica. El moribundo aguantó la operación a vida o muerte con entereza y regresó a su domicilio. Su médico de cabecera, don Leopoldo Moreno, no se anduvo con rodeos:

-Mira, Antonio, hay heridas que son leves con mucho aparato y graves que son mortales aunque no lo parezcan; pero siempre, en uno y otro caso, es bueno ponerse a bien con Dios.

-No he hecho mal a nadie, don Eugenio -le dijo Ruiz al párroco volviendo la mirada hacia él. Y se confesó.

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Antonio Ruiz Escudero expiró en su propio lecho transcurridas unas horas, ya por la tarde, después de una agonía penosísima. La consternación y la indignación se apoderaron del pueblo segoviano. El propietario del café Oriental dejaba mujer y tres hijos, el mayor de tan solo cinco años de edad. Ruiz era un joven industrial que trabajaba como pocos, un emprendedor nato que supo sacar adelante cuantos negocios inició. Como no podía ser de otra manera, el suceso saltó a los papeles ese mismo día. «El crimen de anoche», tituló el «Diario de Avisos». «El asesinato de Antonio Ruiz», publicó «El Adelantado de Segovia». Todo el vecindario sabía, pues, quién era Antonio Ruiz. No hacía falta dar más explicaciones a los lectores.

«Mira, Antonio, hay heridas que son mortales aunque no lo parezcan. Es bueno ponerse a bien con Dios», le aconsejó a la víctima el médico Leopoldo Moreno

A pesar del lamentable estado en que se encontraba, el Primitivo no opuso resistencia y se entregó al sereno, que le requisó la navaja y un revólver cargado con tres cápsulas. Inmediatamente, varios guardias de Orden Público lo llevaron a la Casa de Socorro, justo en el momento en que los médicos operaban a la víctima. El criminal, fuera de sí, iba por la calle dando alaridos y pidiendo ayuda a los vecinos. Cuando entró en la sala de curas, uno de los guardias que lo custodiaban se dirigió a él:

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-¿Usted conoce a ese señor?

-Anda, ya lo creo, Antonio Ruiz. ¿Pero no se ha muerto todavía? -respondió con indisimulado cinismo y mucho descaro.

La prensa narró que Primitivo Gutiérrez tenía siete hijos pequeños y que una hora antes del crimen había estado bebiendo en el café de San Martín. Allí, sobre el tablero de una mesa, haciendo una cruz con la navaja, vociferó:

-¡Esta noche ya no vuelvo yo a mi casa!

El entierro del empresario, el 19 de agosto, constituyó una auténtica manifestación de duelo. Quizá como respuesta a tan salvaje acción, y sin duda como demostración de amistad hacia el finado, la conducción del cadáver al cementerio contó con un multitudinario cortejo integrado por personas de todas las clases sociales, desde los notables de la alta sociedad hasta los obreros de los distintos gremios. El pueblo presentó sus respetos a la viuda de Antonio Ruiz y a sus tres retoños. Toñito, el mayor, sondeó a uno de los periodistas de «El Adelantado de Segovia»:

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-¿No viene contigo mi papá?

-No, pobre niño, no viene.

-¿Y no viene ya más?

Primitivo Gutiérrez Navas era plenamente consciente de lo que había hecho. En esas horas en que el industrial agonizaba en su casa, el bandido deseó su restablecimiento, «porque la pena para mí será menor». La justicia fue implacable y lo condenó a morir a garrote vil como autor de un delito de asesinato. Le aguardaba, pues, la negra sombra del patíbulo, pero el Primitivo acabó obteniendo la conmutación de la pena de muerte por la inmediata de cadena perpetua. Alfonso XIII firmó el indulto en Palacio, a 15 de octubre de 1903.

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