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Por un puchero con siete mil reales
Segovia, crónica negra ·
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El testimonio de la niña Cayetana de Frutos, que presenció cómo mataban a su abuela Jacinta, fue determinante para esclarecer el crimen de San Pedro de GaíllosJacinta Matesanz vivía en Aldealafuente, barrio de San Pedro de Gaíllos. Era una anciana labradora que se había casado en segundas nupcias con Aquilino Santamaría, y disfrutaba de una posición desahogada. Tenía en compañía una nieta de 8 años, Cayetana de Frutos, que solía dormir en su propia alcoba, a los pies de la modestísima cama del matrimonio, sobre un lecho de taburetes, sacos y mantas. El pueblo apreciaba mucho a Jacinta porque albergaba sentimientos generosos y caritativos.
Sobre la una de la madrugada del 19 de marzo de 1886, los gritos de Aquilino Santamaría, el marido de Jacinta, sobresaltaron al vecindario. El hombre salió de la casa medio desnudo. Preso de un temblor incontrolable, pedía auxilio y aseguraba que unos desconocidos acababan de matar a su esposa. Los pacíficos habitantes de Aldealafuente que acudieron en ayuda del desgraciado Aquilino se toparon en el interior de la vivienda con un cuadro dantesco: la vieja yacía en el dormitorio, reclinada sobre un arca y con el cráneo literalmente abierto. Las paredes estaban salpicadas de sangre y restos de masa encefálica. Era evidente que, con un disparo en la frente, le habían volado la tapa de los sesos. El viudo explicó que dos individuos entraron en la casa y que, después de sujetarle los brazos, uno de ellos acompañó a su mujer a una habitación contigua y regresó con un puchero que contenía de seis a siete mil reales en oro, duros y pesetas dobles. Acto seguido, la dispararon en la cabeza.
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El crimen tuvo un testigo de excepción: la pequeña Cayetana. Al principio, la niña nada declaró, cohibida por la propia familia, pero luego refirió al fiscal todo lo ocurrido, con pelos y señales. Incluso precisó la identidad de los autores. Se trataba del cuñado de su abuelo, Feliciano Arranz de Diego, conocido como «Cilla», y de Sebastián López Expósito, serradores de oficio y naturales de Cantalejo y Cabezuela, respectivamente. Aquilino Santamaría, que en un principio negó la declaración de la menor, terminó corroborando el relato de su nieta ante el juez de Sepúlveda. La detención de los sospechosos fue rápida. Feliciano negó su participación en el delito, pero Sebastián lo cantó todo: unos días antes del suceso, el 14 de marzo, domingo, ambos pernoctaron en casa de Aquilino y Jacinta cuando iban camino de Sepúlveda, donde tenían un trabajo encomendado. Al parecer, al salir de Aldealafuente, determinaron asaltar la morada del cuñado de Feliciano porque en ella «había dinero». Sebastián señaló a su compañero como instigador, pero lo cierto es que los dos convinieron actuar el viernes, al regreso de Sepúlveda. Esperaron a la noche y saltaron la tapia del corral. Como Feliciano conocía bien la finca, abrieron las puertas con facilidad hasta penetrar en la habitación donde descansaban el matrimonio y la niña. Primero sujetaron al marido, al que propinaron algunos golpes, y después obligaron a la anciana a entregarles todo el dinero que tuvieran. Según la confesión de Sebastián, fue Feliciano quien, con un pequeño trabuco que portaba en el bolsillo del chaquetón, disparó en la cabeza a la pobre mujer, diciéndole: «Toma, para que me conozcas». Los ladrones huyeron a toda prisa y quedaron en repartirse el grueso del botín al día siguiente, con más tranquilidad, en casa de uno de ellos.
El juicio oral y público se desarrolló durante los días 25, 26 y 27 de enero de 1887. La prensa destacó el brillante papel que desempeñaron en el foro los señores Cáceres y Rengel, abogados defensores de los procesados. «El primero, analítico minucioso, hizo entender que la inocencia protegía á su defendido, el Feliciano; el segundo, patético, conmovedor y filósofo hasta en sus más mínimas conclusiones, demostró que las apariencias algunas veces toman el verdadero carácter de una sólida certeza». Feliciano Arranz y Sebastián López fueron condenados a la pena capital «por el delito complexo de robo y homicidio», tal y como solicitó el fiscal, Ángel Merino. Unos meses después, la sociedad segoviana se movilizó en demanda de piedad. Los directores de los semanarios «El Adelantado» y «La Tempestad», Antonio de Ochoa y Vicente Rubio, firmaron en sus periódicos un editorial conjunto que imploraba la clemencia de la reina: «Hoy es día de rezar por el muerto y alzar la voz hasta los pies del trono, y decir á la magnánima Señora que rige los destinos de la Nación: ¡Piedad, Señora, para los sentenciados á muerte por el crimen de San Pedro de Gaíllos!»
La ausencia de antecedentes penales resultó decisiva y la regente rubricó la conmutación de la pena el 17 de octubre de 1887. «S.M. escuchó la voz de ¡perdón!, que pronunciaron infinitas personas, y firmó el indulto, evitando de ese modo que algunos lloren la deshonrosa muerte de queridos seres, y todos recordemos horrorizados los detalles que siempre acompañan a actos como el que iba a tener lugar en esta provincia», anotó el periodista José Rodao.
Feliciano y Sebastián pagaron su delito en la cárcel, pero se beneficiaron del Real Decreto de 17 de mayo de 1902, promulgado con motivo de la mayoría de edad del rey Alfonso XIII y la llegada al trono del monarca. La rebaja de la sexta parte de la condena obtenida gracias a esta circunstancia, sumada a la buena conducta que demostraron en el penal, permitió a los homicidas recobrar la libertad en el año 1911.
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