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No se atrevían los vecinos de Robledillo, Villaviciosa y Sotalvo a quedarse unos segundos quietos, observando la sierra. No, sin derramar una lágrima. Porque miraran donde miraran el (nuevo y triste) paisaje era el mismo: miles de hectáreas teñidas de negro, abrasadas por el incendio de Navalacruz, que a muchos les obligó a primera hora del domingo a abandonar durante unas horas sus casas para resguardarse de las llamas y de la intensa humareda que aún ayer tapaba la comarca.
Otros se quedaron a «defender lo nuestro ante esa muralla de fuego», como coincidía un grupo de agricultores y ganaderos, que no dudaron en sacar sus tractores para hacer de cortafuegos.
La mayoría pudo regresar de madrugada a sus domicilios. Entonces, el fuego ya se había llevado por delante todo lo que se había cruzado por su camino en su virulento galope. No entró en los núcleos, no quemó casas particulares, pero sí arrasó naves y parcelas donde, de no haber sido por la rápida actuación vecinal, hubiera matado a decenas de animales. «Es como empezar de cero. No sé cómo vamos a salir adelante, es difícil pero no queda otra que intentarlo», reconocía Víctor Torrubios, ganadero de Sotalvo, cuyos graneros –habilitados a modo de almacén de pasto y garaje para maquinaria– quedaron carbonizados.
Lograron poner a salvo, eso sí, a las vacas. «Luchamos con los tractores y salvamos lo que pudimos. Es un infierno, los animales están bien, salvo algún ternero que tiene quemaduras, pero las pérdidas son muchísimas. Se habrán quemado al menos 4.000 paquetes de paja, el trabajo de todo el verano y todo lo anterior que teníamos acumulado se ha ido al traste en un momento, sin darnos cuenta», lamentaba. «No queremos ni pensarlo, está todo hecho cenizas: la maquinaria, el alimento para las vacas...», añadía su hermano Emilio, también propietario de la explotación.
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A Irene Sánchez, vecina de Villaviciosa de 86 años, le costaba verbalizar lo que en ese momento absorbía su mente. Pero su mirada –agotada, ensangrentada– desvelaba tristeza y decepción. «Jamás había visto una cosa igual. Hemos perdido una parte de nuestra vida, muchos tendrán que volver a empezar de cero», señalaba. «Es una pena cómo se ha quemado todo. No queda nada de las tierras de su familia, había un árbol enorme, de muchísimos años, del que ya no queda nada. Estamos destrozados», comentaba su nieto, Cristian Sancero, que la acompañaba en un paseo matutino por los alrededores del pueblo «para ver cómo ha quedado todo».
No fue hasta ayer por la mañana cuando esta anciana regresó a su vivienda. Pasó la noche en Ávila capital, en casa de su nieto. «Nos volveremos para Ávila, hemos visto que está todo bien, que solo se había metido un poco de ceniza en casa, y ya nos quedamos mucho más tranquilos», agregaba Cristian Sancero.
No despegaban la vista del terreno Pablo Zazo y Nieves del Pozo. De los bidones desperdigados por los caminos, que horas antes «estallaban como bombas». De los rincones de los que ayer por la mañana aún emanaban pequeñas columnas de humo. Pasaron la noche «sentados en una silla», contemplando los restos de lo que hace unos días eran 5.000 paquetes de paja. «Hemos tenido las llamas a cuatro metros de casa, separados por un pequeño camino que hacía de cortafuego. Si no es por los vecinos que nos vinieron a echar una mano, nos quedamos en la calle», aseguraba ella. «Teníamos las llamas encima de nosotros. Parecía la escena de una película, pero más bien era una pesadilla», proseguía él.
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Continuaban vigilantes, había pasado «lo peor», pero el fuerte olor a humo les devolvía a la realidad. A aquellas horas críticas en las que una enorme masa de fuego se avalanzaba sobre sus calles. Tenían Justi y Antonio García, residentes también en Villaviciosa, aún el «susto en el cuerpo». Pasaron, como allí la gran mayoría, la noche en vela. En su caso, ni se molestaron en acostarse. Un banco y una charla fue suficiente para «hacer cuadrilla de vigilancia». «Hay todavía como ascuas en algunas zonas cercanas al pueblo. Imagínate que eso se reproduce», incidía el primero. «Hombre, yo creo que ya no, está todo calcinado, pero nunca se sabe. Como cambie el viento...», estimaba el segundo.
Apenas unos metros calle abajo estaba Francisco Sánchez regando su parcela y alimentando a las gallinas. Las encerró «a cal y canto» y por eso no temió que las pasara nada. «Ante una cosa así solo puedes estar mal, cabreado. Me paso las horas con un ojo mirando a la sierra», argumentaba este octogenario.
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Barreños, extintores y cubos de agua bordeaban cada acceso a Robledillo. Y ahí seguirán por unos días, al menos hasta que las densas nubes terminen de asfixiarse. «Por si acaso», tal y como admitía un grupo de vecinos que intercambiaba pareceres sobre qué ocurrirá a partir de ahora.
Manuel García –67 años– fue de los primeros en sumarse a la cuadrilla vecinal el sábado de madrugada. El resplandor anaranjado de las llamaradas se colaron por su ventana y ya no pudo conciliar el sueño. No volvió a hacerlo desde entonces. «Me levanté y vi todo eso y pensé: 'O hacemos algo ya o se nos echan encima'. Es inexplicable lo grande que era eso. Era todo fuego, estaba todo abrasado», rememoraba este abulense, que como otros tantos ayudó a asegurar el ganado y a acotar el perímetro de la localidad.
A Mari Ángeles García, residente en Ávila pero que estaba pasando unos días en su segunda vivienda de Robledillo, aún le temblaba la voz. Decía sentirse «impotente» y 'agradeció' que en el momento del fatal suceso se multiplicara la población habitual porque de no haber sido así –opinaba– las consecuencias hubieran sido fatales. «Si esto pasa en invierno, cuando hay tan pocos vecinos, arrasa con todo el pueblo, nos hubiéramos quedado sin casas», justificaba.
Buscan ahora a los pies de la sierra una nueva oportunidad. El incendio de Navalacruz ha devorado la vida en estos pequeños municipios, nutridos fundamentalmente por segundas residencias. Saben que no será fácil, pero «juntos», con la solidaridad demostrada en los peores momentos, irán «a por todas». Todos a una. «Somos como una familia y ha quedado demostrado», decía al unísono un grupo en Sotalvo.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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