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Hace unos días falleció Gabriel Morales San José, banderillero curtido en mil batallas y ruedos. Hombre de plata. Torero en la vida y en la plaza. Figura señera y decano del toreo vallisoletano. Tenía 92 años. Fue gran maestro en la brega y en el arte de colocar los palos. «La vida le ha dado una gran cornada y esta vez ha sido un bicho muy pequeño», dicen con pena sus hijos Belén, Carlos y Miguel Ángel. Gabriel Morales resistió esa última acometida con valor y coraje, como solo los grandes lo hacen.
Su padre, Roque Morales 'Ostioncito', le contagió su entusiasmo por la fiesta nacional. Alquilaba material taurino y sus clientes eran jóvenes novilleros, toreros y becerristas, a los que también daba clases de toreo. Intentó que la profesión siguiese en sus herederos. Con el mayor lo logró. El pequeño, Julián, probó pero siguió otros caminos. Gabriel sí, sería torero. Un buen novillero, al que el fallecimiento de su padre le privó de vestirse de oro. Cuando probó las banderillas amó ese oficio. Siempre estaba al quite, atento a las órdenes del matador. Era un genio dotado de fuerza e inspiración. Compartió paseíllo y tardes de faena con Julio Robles, 'Espartaco', 'Paquirri', Roberto Domínguez y con Curro González.
Gabriel también siguió los pasos paternos en otra faceta, la de funcionario del Ayuntamiento de Valladolid. «Era un gran trabajador. Mantuvo durante un tiempo el negocio de alquiler de trajes de luces y durante más de 40 años trabajó de administrativo en la sección de Rentas del Consistorio. Todo lo compaginó con su carrera taurina», dice su hijo Carlos.
Lola fue el amor de su vida. Una palentina de eterna sonrisa que le cautivó en un baile. Ella le dio a elegir. «O los toros o yo», y Gabriel eligió a Lola. Se casaron en 1960 y entonces… él regresó a los toros. «Mi madre no se lo llegó a perdonar. Siempre vivía preocupada. Él toreaba por toda España, eran viajes muy largos y en aquella época la carretera era todavía más dura que la plaza. Nos prohibía tocar el teléfono para dejarlo libre por si llamaba mi padre», recuerdan Belén y Miguel Ángel.
Gabriel toreó en las principales plazas: Sevilla, Madrid, Bilbao, las francesas de Mont de Marsán y Nimes, a la que tenía especial cariño. Muchas veces salió triunfal de Valladolid, Palencia, Peñafiel, Cuéllar… donde siempre le acompañaba la familia. «Era estupendo ir a verle torear e ir a otras corridas con él y poder entrar en el patio de caballos para estar con las cuadrillas. Yo era fan de 'Espartaco' y me lo presentó. También me llevó a ver los caballos de Joao Moura», dice Belén con una sonrisa.
Los últimos años se centró en enseñar a novilleros y ejercer de asesor taurino. Se retiró a los 60 años. Un día, en 1987, llegó a casa y le dijo a Lola: «Hasta aquí. Ya no toreo más». Esa vez cumplió. «Mi padre tenía muy buena memoria y nos contaba anécdotas de las plazas en las que había toreado. Su hobby era leer libros de tauromaquia y disfrutar de las corridas televisadas», cuenta Miguel Ángel. «El toreo marcó su forma de ser y de comportarse. Su profesión le enseñó el respeto y a no arrugarse ante los problemas. Se comportaba en la vida igual que en la plaza. Era un maestro», completa Carlos, quien acompañó a su padre muchas tardes al coso. «Recuerdo su cara antes de salir. Reflejaba total seriedad y responsabilidad. Sabía que se jugaba la vida. Yo le ayudaba a vestirse y era todo un ritual. Y verle rezar era algo especial. Era muy creyente, rozando la superstición», añade.
A sus hijos les enseñó a capear en la vida. «Cuando íbamos con él al tendido, nos decía: 'escucha, calla y aprende' y nos teníamos que callar», cuentan. Los tres fueron bautizados envueltos en un capote de paseo azul celeste. Con él se bautizaron también sus cuatro nietos, Alba, Olaya, Mateo y David. Una tradición muy arraigada en la familia. Están seguros de que le hubiera gustado que alguno siguiera sus pasos, «pero nunca lo forzó». «A mí me llevó una vez a probar a ver si apuntaba maneras. Enseguida vio que no. Pero valoraba mucho que los tres compartiéramos su pasión por el toro», recuerda el pequeño de los hijos.
En 2008 la Federación Taurina reconoció la trayectoria de los toreros de plata veteranos de Valladolid, y allí estuvo con mucho orgullo. «Agradeció que se acordaran de él y le brindaran la ocasión de volverse a reunir con muchos compañeros», explican los Morales. Cuando Lola se fue en 2012, la vida de Gabriel cambió radicalmente de tercio. «Estoy sin sitio», solía decir. Una expresión muy taurina que explicaba su tristeza. Desde entonces vivía solo y se defendía bien, hasta que el pasado noviembre, por una mala caída se partió la cadera. Eso le hizo perder autonomía. Hacía unos meses que estaba en la residencia Domusvi, en Arroyo. Llegaron más achaques, que resistió con temple, hasta que la covid-19 lo complicó todo y ya nada se pudo hacer por este banderillero que vivió días de gloria. «Decía que tenía una estocada en todo lo alto. Le hicieron el test a primeros de abril, y dio positivo, aunque estaba asintomático. Falleció por una insuficiencia respiratoria que se complicó con el coronavirus», cuenta Miguel Ángel.
A su familia le pesa no haberle podido despedir como él se merecía. «En su funeral solo pudimos estar nosotros tres. Una pena. Le enterramos en un cementerio vacío e inhóspito, con un tiempo muy desapacible. Solo pudo recibir una íntima ovación», señalan los hermanos. A lo largo de su vida, al igual que en cada tarde de faena, Gabriel Morales supo brillar sin deslumbrar. Él no buscaba notoriedad. Solo sus tres hijos le acompañaron en su último paseíllo. Se ha ido de forma callada y discreta, como él era, pero triunfante en los ruedos y en la vida. ¡Hasta siempre maestro!
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Jon Garay e Isabel Toledo
J. Arrieta | J. Benítez | G. de las Heras | J. Fernández, Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras y Julia Fernández
Josemi Benítez, Gonzalo de las Heras, Miguel Lorenci, Sara I. Belled y Julia Fernández
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