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«Lo que se configuró en Valladolid a partir de 1861 fue una de las instalaciones industriales más importantes de España», asegura Miguel Muñoz Rubio. Un «auténtico emporio» que transformó para siempre la ciudad y que encarriló su futuro, tanto desde el punto de vista social como laboral y urbanístico. Muñoz Rubio, historiador especializado en ferrocarriles, con numerosas investigaciones sobre la implicación económica del tren, es el editor y uno de los autores de 'Historia de los talleres de Renfe (1941-2023)', un libro que repasa el devenir de unas instalaciones que, repartidas por varios puntos del país, tuvieron en Valladolid un enclave privilegiado, con una influencia que todavía llega hasta nuestros días, en un complejo ferroviario visitado esta semana por el ministro de Transportes, Óscar Puente.
El 8 de julio de 1860 llegaba el primer tren a Valladolid. Tan solo unos meses después, en 1861, la capital (entonces de poco más de 57.000 habitantes) ya contaba con unos talleres «relativamente modestos» para atender, en principio, el mantenimiento cotidiano de las máquinas. De hecho, el proyecto de estación de 1860 ya preveía dos rotondas con capacidad para 23 locomotoras cada una.
«Las locomotoras de vapor dependían de un condicionante técnico: tenían un recorrido máximo (en función de la cantidad de agua y carbón que pudieran cargar). Esto obligó a montar una red de talleres. Pero, al mismo tiempo, hubo que implantar unos centros de reparación a más largo plazo». «En Europa, las compañías ferroviarias optaron por mantener sus locomotoras», por exprimirlas al máximo de su vida útil. Esto era distinto a la apuesta de EE UU. «Allí 'quemaban' las máquinas y, en cuanto dejaban de ser útiles, nada de repararlas, se chatarreaban y se compraban otras», cuenta Muñoz Rubio, quien recuerda que estos modelos tan diferentes tienen que ver «con la propia naturaleza industrial de cada continente».
«En EE UU montaron un sistema de piezas intercambiables: la pieza de una locomotora de vapor podía servir lo mismo para una máquina de tejer que para un martillo pilón». Pero el modelo europeo miraba más al reciclaje, la reutilización. Por eso eran tan necesarios los talleres de más profundas reparaciones.
Uno de esos talleres se implantó en el centro de Valladolid, que contó por un lado con el depósito para las labores rutinarias y, por otro, con los talleres generales para esas tareas de más largo plazo, que, en muchos casos, «equivalían prácticamente a la reconstrucción integral de los vehículos».
Hasta la constitución de Renfe en 1941, en España había 23 empresas ferroviarias diferentes. Cada una con un sistema exclusivo de mantenimiento de sus vehículos. Los talleres más importantes estaban en Valladolid y Barcelona (Norte), Madrid y Barcelona (MZA) y Málaga (Andaluces). Pero también había instalaciones destacadas en Águilas, Vigo, Almería, Vilagarcía de Arosa, Valencia, Villanueva i la Geltrú.
'Historia de los talleres de Renfe' Miguel Muñoz Rubio y otros.
Renfe 194 páginas. 30 euros.
¿Por qué se incluyó Valladolid en ese listado? «Los hermanos Émile e Isaac Pereire, que en la década de 1850 se hicieron con el control de la línea Valladolid-Irún, tenían un proyecto 'sansimoniano'. Querían que el ferrocarril fuera la locomotora que tirara del desarrollo industrial de la región, instalando diferentes tipos de fábricas que aportarían mercancías que serían transportadas por la línea de ferrocarril. Eso les daría unos tráficos que la harían más rentable. Y por eso decidieron convertir Valladolid en el centro neurálgico del ferrocarril», según se explica en este libro, firmado también por Juan Carlos Casas, María Concepción García, José Luis Lalana, Francisco Polo y Luis Santos.
Así, según crecía el tráfico ferroviario y se incrementaba el parque móvil, aumentaba el número de trabajadores. A finales del siglo XIX, cerca de mil personas trabajaban en los talleres de Renfe en Valladolid (y la ciudad entonces tenía 70.000 habitantes). La plantilla ascendía en 1881 a 1.095 empleados (de ellos, 1.040 a jornal). «Las relaciones laborales de los trabajadores estaban muy atomizadas. Las empresas recogían hasta 250 oficios distintos (guarnicionero, carpintero, herrero, ebanista…) como una forma de atomizar y reducir los salarios».
Ese enorme volumen de trabajadores, unido a sus específicas demandas, hizo que los trabajadores ferroviarios de los talleres fueran clave «en el origen del movimiento obrero». «Controlaban el conocimiento del oficio (la enseñanza), la propiedad de las herramientas (solían ser de los trabajadores) y el acceso a la profesión. Durante todo el siglo XIX hubo una lucha que se resolvió con la segunda revolución tecnológica, que descualificó el trabajo y, por lo tanto, perdieron esas ventajas que tenían».
Ese importante peso de la industria ferroviaria en Valladolid fue clave para su desarrollo posterior. «Determinó una economía de escala, porque generó otros talleres más pequeños que trabajaban en red con los ferroviarios. Hubo escuelas de formación de la mano de obra industrial. Y eso influyó en la instalación de Renault muchos años después. La ciudad no solo tenía el conocimiento técnico, sino que también había asumido la disciplina laboral de un taller».
Y otra influencia clave de la implantación de los talleres en la capital fue, sin duda, su huella urbanística, que llega hasta nuestro días con el debate soterramiento-integración.
El estudio no se fija de forma exclusiva en Valladolid, sino que traza una radiografía de los talleres en todo el país. Y se fija en varias curiosidades históricas. Por ejemplo, que cuando Renfe unificó toda la red en 1941 tuvo afrontar una situación delicada. Primero, por las distintas tipologías de los talleres (según la marca anterior de cada uno de ellos). Segundo, porque las empresas habían reducido las inversiones de mantenimiento desde 1934. Tercero, por los graves daños sufridos por la infraestructuras y los talleres durante la Guerra Civil. Estas instalaciones eran consideradas objetivos militares: algunos fueron reconvertidos en centros de fabricación de armas (ocurrió en Valladolid). Y, además, estaba la «depuración» que sufrieron muchos trabajadores.
«La mano de obra se había caracterizado por ser punta de lanza de las reivindicaciones obreras y por tener un alto grado de sindicación y de filiación política entre los partidos de la izquierda». De los 2.475 trabajadores del taller vallisoletano identificados en la época, hubo 277 (el 11,2%) que fueron separados definitivamente del servicio. El 29,25% regresaron a su puesto con algún tipo de sanción.
Esos primeros años posteriores a la Guerra Civil fueron complicados, con una «eficiencia ínfima», según relatan los historiadores, que hablan de un «funcionamiento artesanal» donde eran habituales los accidentes de trabajo. El primer intento de modernización llegó en 1947, cuando el Ministerio de Obras Públicas ya se fijaba en el centro de Valladolid como el más indicado para asumir el mantenimiento de la parte mecánica de las locomotoras eléctricas de buena parte del país. En esa década de 1950 fue cuando se llegó al pico de empleados: cerca de 3.000.
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La creciente mecanización hizo que cada vez se precisara menos mano de obra, pero en 1967 (después del cierre y reunificación de otros talleres generales) el de Valladolid era el más potente. Ese año tenía 2.109 empleados (el 28,15% del total de toda España). El siguiente, el de Madrid-Atocha, daba trabajo a 1.602 personas. A gran distancia estaban ya Barcelona-San Andrés (1.203) o Málaga (687). Ese proceso de concentración, cierre y mecanización de talleres se extendió en las décadas siguientes. La llegada de la alta velocidad ha sido clave en los últimos años.
De hecho, los talleres vallisoletanos se han modernizado, ya lejos del centro de la ciudad. La Base de Mantenimiento Integral (BMI) está operativo desde 2019, después de 180 millones de euros de inversión. «La situación actual de los talleres la hemos estudiado menos, nos hemos fijado más en la vertiente histórica, pero ahora puede haber en torno a 500 empleados», explica Muñoz Rubio, editor de este libro que repasa la historia de los talleres ferroviarios en España y, dentro de ellos, la importancia capital de las instalaciones de Valladolid.
El libro puede comprarse, al precio de 30 euros, en la tienda del Museo del Ferrocarril de Madrid o, por mensajería, solicitándolo a través del correo tienda.museodelicias@ffe.es.
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