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Tiempos modernos

Herencias y herederos

Los Cantalapiedra siempre hemos tenido un hocico muy fino, y no he currado como un mulo para irme al otro mundo con gazuza porque he llevado a rajatabla el consejo de mi buena madre: muera Marta, muera harta

Paco Cantalapiedra

Valladolid

Sábado, 14 de octubre 2023, 00:03

Como no me queda ningún antepasado vivo hace tiempo que dejé de pensar en las posibles herencias que pudieran corresponderme, aunque la verdadera razón de este desapego es que los que me han precedido en visitar el Reino de los Cielos es que, en conjunto, ... no tenían un chavo que legar. Es más: en alguna ocasión me ha tocado apoquinar parte de sus entierros porque el resto estaba cubierto por la póliza de decesos del Ocaso o del Finisterre, que se encargaban de lo principal. Sin embargo, mis herederos no tendrán que preocuparse de darme un funeral decente porque en el documento de últimas voluntades he indicado, clarísimamente, cómo quiero que sean las cosas cuando cierre el ojo.

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La previsión de un servidor para situaciones así, unida a los escasísimos familiares que, teóricamente, deberán sobrevivirme, les garantiza un pellizco en perras que no es muy grande, pero infinitamente más abultado que el que heredé de mis mayores, que cabía en un bolsillo. Menos mal que era hijo único, porque de haberlo tenido que repartir se habrían quedado con casi todo el banco, el señor notario y Papá Estado, que suele pegar un mordisco a las herencias, tanto si son grandes como si no llegan a los 500 euros. Por eso, procuro disfrutar de lo que me quede fundiendo mi magra fortuna, sobre todo en restaurantes porque como dice mi consuegro Jonás «esta comida la pagan mis herederos». El más joven de ellos (que todavía no ha cumplido los once tacos) cuando llega la hora de pagar es él quien pide la cuenta y, sin mirar el importe, pone en la máquina la tarjeta que le presto y marca el pin sin equivocarse.

Esta manera de fundir en vida lo que mi santa y yo tenemos ahorrado evita peleas entre sucesores, que tendrán su propina y poco más. Y aunque es posible que me maldigan por los bajinis, tiempo tendrán de comprender por qué hay tan poco parné en la hucha: primero, porque nos lo hemos gastado en vida; y segundo porque recibir herencias grandes es un incordio que quiero ahorrarles.

Nuestra paz entre familiares con derecho a sucesión testamentaria, contrasta una enormidad con los más de 400.000 juicios al año que tienen lugar en España entre herederos de distinto grado para ver quién pilla el bocado más grande. Los que se meten en ese barullo no siempre son conscientes de que el capital a recibir va menguando según llegan las minutas de abogados y procuradores, los impuestos correspondientes y el tiempo que la Justicia puede tardar en resolver el asunto.

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Entre 2.000 y 15.000 euros

Para conocer un poco más de los entresijos de lo que cuesta meterse en ese bacalao hablo con mi amigo José Luis Calvo, abogado experto en estos litigios que, de entrada, me da una aproximación de lo que suelen ser los honorarios suyo y de sus colegas en casos así: «Lo primero es diferenciar entre una herencia pequeña y una grande o relativamente grande; en el primer caso, los honorarios oscilan entre 2.000 y 3.000 euros, aunque en los más complejos pueden alcanzar hasta 15.000 pavos o más». Cuando le pregunto si eso garantiza heredar, su respuesta era previsible: «Canta, ya sabes cómo va esto de la Justicia. No basta con tener razón, sino demostrarla y que te la den. Sobre todo este último punto». Como periodista de raza quiero saber qué pasa con esas herencias que algunos dejan a sus animales preferidos como gatos y perros, entre otros bichos. Su respuesta no me extraña nada porque en el fondo la esperaba: «Se supone que una mascota no está en condiciones de administrar el legado que le haya dejado su amo; lo normal es que lo haga un amigo, un familiar, lo que sea, pero de dos piernas… ¿Necesitas que te diga que el tutor o apoderado de esa mascota tendrá que pasar por caja?».

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Como es amiguete le cuento la única vez que heredé algo y estuve a punto de escabullirme de pagar gorrones, incluyendo el erario público. A las dos horas de fallecer mi santa madre, me personé en la que entonces se llamaba Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Salamanca con la intención de retirar las cuatro perras que tenía la mujer para pagarse el funeral. Busqué con la mirada a Quique Martín, chupatintas de la entidad y amiguete (o eso creía yo) y le pedí casi todo el dinero que había en la cuenta, que como sospechaba era más bien poco. El empleado, que sabía que mi progenitora estaba chunga, se puso en plan legal y me dijo algo que no olvidaré: «Por la cara que traes, tengo la sospecha de que ha fallecido tu madre. Si es así, no puedes sacar ni un duro porque hay que hacer un bastanteo e ingresar en Hacienda la parte que corresponda a la administración». No fue suficiente que inundara su mesa de papeles como el certificado de defunción, la declaración de bienes de la finada, una copia del testamento ante notario... Nada bastó para que nos entregara lo que era legítimamente nuestro: 50.200 pesetas, que traducidas a la moneda actual serían 301 euros con 50 céntimos.

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Así que pensando en mis herederos he firmado en la Notaría de don Leandro esta misiva: «Querida familia: confío en que al recibo de la presente comunicación oficial os encontréis todos bien; yo quedo bien y sin dolores, a Dios gracias. Cabe la posibilidad de que os parezca una miseria el legado monetario que os dejo, pero es mucho más de lo que heredé cuando la espicharon mis antepasados; además, os recuerdo que los percebes y las cigalas han estado por las nubes estos últimos lustros y los Cantalapiedra siempre hemos tenido un hocico muy fino, y no he currado como un mulo para irme al otro mundo con gazuza porque he llevado a rajatabla el consejo de mi buena madre: muera Marta, muera harta. Aunque comprenda vuestra decepción por una herencia tan escasa de contenido monetario os recuerdo la jota que entonaba El Mester de Juglaría: 'A mí no me dejó nada cuando se murió mi abuela / a mí no me dejó nada / y a mi hermano le dejó asomado a la ventana…'.

Vosotros, al fin y a la postre, podéis asomaros a la ventana del salón de la casa que os lego, que será enteramente vuestra el día que terminéis de pagar la hipoteca…».

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