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Mi amigo Julián Ortega trabaja desde hace medio siglo en un hospital público de la región. No es ni jefe de servicio ni nada que se le parezca; es, por decirlo a las claras, uno de los muchos enfermeros que se comen los marrones sin que su nombre trascienda porque, como él mismo repite, «lo nuestro es estar en primera fila, no en primera página». El caso es que desde que terminó la carrera (a finales del siglo XIX porque casi es de mi quinta) ha estado adscrito casi siempre al Servicio de Tocología, que se dedica, entre otras cosas, a traer críos al mundo, para él «una de las mayores satisfacciones que puedes recibir en un hospital, donde se ve cada cosa que tiembla el misterio». Así que a él le debo (y le dedico) el presente comentario basado en la «maravillosa experiencia de traer niños al mundo, aunque sea entre gritos de las madres, que se vuelven en sonrisa cuando se lo entregas limpito en la cama hospitalaria».
Como soy de natural curioso le pregunto cuánta gente forma parte del equipo sanitario que se encarga actualmente de estos menesteres, empezando por el médico encargado de supervisar todo el proceso y a ser posible sin demasiadas complicaciones que, a veces, obliga a hacer una cesárea, que debe ser una experiencia poco recomendable. Antes de ponerse a recitar especialistas me sugiere que tome «notas en una libreta porque así no se te olvida y tienes que volver a llamarme. Así que apunta: en un paritorio moderno lo normal es que, además del ginecólogo, debería haber: una matrona, un equipo de Enfermería e Instrumentación, anestesista y pediatra neonatólogo». Cuando le pregunto (reconozco que con cierta coña) si cabe tanta gente en un lugar no demasiado grande, me suelta lo que esperaba oír: «Canta, no seas paleto que no hace falta que trabajen todos a la vez; basta con que estén prevenidos y listos para intervenir en minutos».
Los que no sé si están preparados para ayudar en un trance de esas características son los numerosos taxistas obligados a colaborar cuando el parto se presenta en su vehículo camino del hospital. Como una prima segunda mía, de nombre Felisa, trajo a Fede en un taxi camino de la maternidad la llamo para que me cuente, otra vez, la experiencia y me dice que el conductor «ni siquiera se dio cuenta de que el crío asomaba la cabeza cuando todavía faltaba más de un kilómetro para llegar al Clínico. Vamos, que no tuvo que intervenir para nada, salvo acelerar tocando el claxon y con los faros y las intermitencias encendidas para abrirse paso». Todo se solucionó cuando llegaron al hospital y la criatura es hoy un bigardo de casi dos metros con el que me tomé un vinito anteayer para preguntarle si en la partida de nacimiento figuraba la matrícula del taxi como lugar del parto. Cuando me dijo que en dicho documento «pone el nombre del hospital, nada de matrículas», pensé que si el neonato hubiera sido un servidor podría presumir de haber venido al mundo en un coche con mi madre atendida por el conductor, los bomberos o la Policía, que más de una vez han resuelto ese tipo de emergencias, tal y como me contó en su día mi colega Leandro Castillo, que siendo guardia municipal estaba tan preparado para poner una multa de tráfico como para ayudar a una parturienta o aplicar un desfibrilador a un peatón que se desplomó delante de sus narices en la calle Teresa Gil.
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También el picoleto que vivía en el cuartel adosado a mi anterior casa tuvo que esforzarse para traer alguna que otra criatura al mundo cuyas madres no podían esperar. Jesús Santos, que así se llama mi guardia civil de cabecera, solía decirme que ellos están «preparados para casi todo porque recibimos cursos de primeros auxilios ante partos, infartos, atropellos» y demás desgracias cotidianas, aunque, según él, «ayudar al nacimiento de un niño es lo más parecido a la felicidad».
En el barrio donde me nacieron la encargada de esos menesteres era casi siempre la señora Ana, que compensaba su falta de estudios médicos con su mucha experiencia atendiendo parturientas. Ella fue o debió ser la persona que más críos trajo al mundo en toda la barriada con la ayuda puntual de alguna otra vecina voluntaria y una dotación asistencial tan básica como algunas toallas y una palancana (casi siempre desportillada) imprescindible para lavar a la madre y al recién nacido. La comadrona circunstancial debía ser la única que sabía manejarse en estas situaciones, porque parir en casa era lo más normal del mundo y prácticamente nadie iba al hospital, salvo complicaciones. Ahora que saben las circunstancias de mi nacimiento en la calle Peninsular número 1 espero que alguien ponga allí una placa conmemorativa recordando dónde nació (de pura chorra) un servidor.
Aunque frecuento muy poco el sitio, aprovechando que tenía que escribir la presente pijadilla me acerqué al barrio y descubrí que en mi casa natal habían tapiado la puerta y abierto la entrada por la calle La Rambla. Allí me encontré con mi primo Luis que se acordaba perfectamente de la partera que nos trajo a los dos al mundo y me dijo algo para reflexionar: «Canta, no esperes que te pongan una placa a ti, que no tienes ningún mérito, porque a quienes teníamos que dedicársela es a la señora Ana, que nos ayudó a nacer». Bueno, añado, a nacer y a bien morir a los que no pasaban la prueba de venir al mundo, asuntillo que entonces se veía normal y hoy ocuparía mucho espacio en los medios informativos si en una barriada concreta nacieran y murieran críos por falta de atención médica. Por aquel entonces, de esas cosas apenas se hablaba porque la partera aficionada hacía lo que sabía, guiada únicamente por su experiencia y sin recibir más compensaciones que un «muchas gracias, Ana» y, en el mejor de los casos, media docena de huevos.
Aunque no me apetece consultar las estadísticas sobre fallecimientos de neonatos durante el parto, hoy he hablado de un tiempo en el que la mala suerte de no llegar vivo al mundo se resumía con una frase muy socorrida: «angelitos al cielo». Y a seguir intentándolo…
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