No deja de ser un pequeño percance que ocurrió hace cerca de 70 años. Agua que no mueve molino. Un asunto que no tendría mayor trascendencia si el protagonista del suceso no hubiera sido el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón y el accidente –un ... atropello sin mayores consecuencias– no hubiera tenido lugar en un pueblo de la provincia de Valladolid. Nos trasladamos a la primera semana de junio de 1955, cuando el rey emérito contaba con 17 años y todavía no tenía permiso de conducir. Y la vida en España era blanco y negro. Abro hilo:
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↓ La educación del príncipe Juan Carlos estuvo severamente condicionada por las relaciones de su padre, Juan de Borbón y Battemberg, con el general Francisco Franco. 'Juanito' –como llamaban al adolescente– había terminado con «sobresaliente» sus estudios de bachillerato en la finca madrileña de Las Jarillas y en el palacio de Miramar de San Sebastián. Era el momento de diseñar su próximo itinerario educativo. Para marcar las directrices que debía seguir el futuro rey de España, el Generalísimo y el conde de Barcelona se citaron en la finca de Las Cabezas de Casatejada el 29 de diciembre de 1954. En el palacete extremeño se acordó que Juan Carlos debía pasar por la formación militar en la Academia General Militar de Zaragoza, en la Escuela Naval Militar de Marín (Pontevedra) y en la Academia General del Aire de San Javier (Murcia) antes de ir a la universidad. Y digo 'se acordó' porque, al parecer, los interlocutores se odiaban hasta tal extremo que nunca se llegaron a ver cara a cara y el grueso de la negociación, que era ni más ni menos que la reinstauración de la monarquía en España, fue llevada por personas interpuestas. Pero eso es harina de otro costal.
↓ El 18 de enero de 1955, un par de semanas después de su 17 cumpleaños, el príncipe Juan Carlos comenzó en Madrid un plan de estudios espartano para preparar su ingreso en acceso a la Academia de Zaragoza con un equipo de preceptores, militares y profesores universitarios dirigidos con mano férrea por el «irascible» duque de Torre, el general Carlos Martínez Campos. La brigada educativa, después de descartar otros emplazamientos, se instaló en el Palacio de Montellano, donde hoy está el edificio de la Unión y el Fénix (Mutua Madrileña)
↓ Los duques de Montellano, Manuel Falcó y Escandón y Hilda Fernández de Córdova –abuelos de televisiva Tamara Falcó y monárquicos hasta la médula–, ofrecieron sin ningún tipo de contraprestación su mansión en el céntrico Paseo de la Castellana al futuro monarca y se trasladaron con lo justo a un piso de la calle Ventura Rodríguez. Incluso, se hicieron cargo de los gastos de la lujosa morada, que ocupaba toda una manzana en el número 33. «La habitación del rey era la más sobria de todas», tal y como narra el escritor Paul Preston en 'Juan Carlos: rey de un pueblo'. «El único toque personal era un diminuto tríptico de Cristo y una imagen fosforescente de Nuestra Señora de Fátima», asegura el profesor y escritor británico.
↓ Lo que aconteció en la 'Casa del Príncipe' desde enero a junio de 1955 –incluido el incidente en tierras vallisoletanas, que ya vamos llegando– está detallado en el libro 'Al servicio de la Corona', obra del militar Alfonso Armada Comyn, profesor de Juan Carlos de Borbón durante esta etapa concreta y amigo y consejero del emérito el resto de su vida (murió en 2013). Cuenta Armada que sin comerlo ni beberlo se convirtió en la mano derecha del general Martínez Campos durante los cinco meses de instrucción del príncipe en la Castellana. «Una etapa corta pero intensa, llena de anécdotas», resumió el militar que alcanzó notoriedad por su participación en el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
↓ Los días del joven Juan Carlos en Montellano transcurrieron entre tediosas horas de clase, visitas de personajes ilustres del Régimen, misas dominicales en la capilla de la mansión, excursiones «a la Biblioteca Nacional o a la Telefónica» para ir conociendo el terreno y citas con amigos, principalmente los jueves. Una vez por semana solía almorzar con su hermano Alfonso y eran frecuentes las reuniones informales con amigos como Miguel Primo de Rivera, Fernando Falcó o María Gabriela de Saboya, que por aquella época era su novieta. La primera que tuvo. Según el relato de Armada, la hija de Humberto II (último Rey de Italia) fue a comer al palacio con el príncipe: «Es alta, guapa, desenvuelta y habla muy bien español. Entonces era una candidata importante». Se habían conocido cuando eran unos críos en los tiempos dorados de exilio en Estoril. Él bebía los vientos por ella y siempre llevaba en la cartera su fotografía. Ella, en cambio, era esquiva y se resistía a aquel noviazgo que nunca llegó a oficializarse. Un 'crush' en toda regla, vaya.
↓ El horario de su alteza era «rígido y lleno de actividades», asegura Alfonso Armada en el capítulo undécimo del libro. De lunes a viernes, se levantaba a las ocho para asearse, desayunar y leer la prensa. A las nueve y media salía acompañado de Álvaro Fontanals hacia el colegio de los Huérfanos de la Armada, donde acudía a clases colectivas y de educación física. A la una y cuarto volvía a la residencia para almorzar y charlar en la sobremesa (en inglés) con el duque de la Torre. Por la tarde, análisis matemático o estudio dirigido, merienda, geometría y trigonometría, hasta las ocho y media, hora en la que el príncipe disfrutaba de una hora de asueto «para escribir cartas o hacer llamadas de teléfono». A las diez y media, su alteza estaba en la cama, seguramente soñando con Ella, que era como todos llamaban a la princesa italiana.
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↓ Los sábados no había escuela y las clases se sustituían por charlas de historia o cultura a cargo del catedrático Ángel López Amo o por sermones de «instrucción moral» del 'páter' Aguilar. Los domingos, después de misa, era tiempo de excursión. A veces el príncipe iba de caza –una afición que nunca abandonaría– a fincas de «los alrededores de Madrid, Toledo o Ciudad Real». Recuerda Alfonso Armada la ocasión en la que tuvo que acompañar al joven Juan Carlos a una cacería a Segovia con el marqués de Quintanar. «También vino el general Martínez Campos [....] «Comimos en Cándido, visitamos el Alcázar y paseamos por la ciudad. Ese día el duque estaba más nervioso que de costumbre, que ya es decir. Se me ocurrió contar la leyenda de la construcción del Acueducto por el Diablo en una noche, añadiendo la de la moza que vendió su alma y me dirigió una fuerte reprimenda. 'Esos son tonterías, lo hicieron los romanos y basta. Os enseñan las historias de niños, así es como se forma una cultura falsa'. Me quedé pegado. Con el cochinillo del mesón, aunque comió poco, se tranquilizó bastante».
↓ «Otra excursión accidentada –relata Alfonso Armada en un libro que escribió en la prisión militar de Alcalá de Henares, donde cumplía condena por su participación en el 23-F– fue al Castillo de la Mota de Medina del Campo». El profesor de Geometría «Emilio García Conde tenía un automóvil Mercedes, que al príncipe le gustaba conducir», a pesar de que no tenía carné, explica el exmilitar. «Fuimos en el coche el príncipe, Emilio y yo. El general [Carlos Martínez Campos], con su fiel Mario, iba en su vehículo y se adelantó. [...] En Olmedo estaba cerrado un paso a nivel. No comprendo por qué fuimos por ese camino [Podían haber seguido por la Nacional VI hasta Medina, sin pasar por la Ciudad del Caballero]. Al levantarse la barrera y arrancar, la aleta delantera del Mercedes dio un pequeño golpe a un ciclista y lo derribó. No fue nada. El muchacho se rompió un poco el pantalón, sin otras consecuencias». O eso pensaban.
↓ García Conde creyó que había resuelto el tinglado «dándole unos billetes al ciclista para que arreglase una rueda y se comprase un pantalón nuevo», porque el pobre diablo «ni se enteró de que el conductor era el príncipe» y «quedó encantado por la generosidad» de la comitiva. Y siguieron, con Juan Carlos de copiloto, hasta el Castillo de la Mota, que por aquellos años se había convertido en la sede central de la Sección Femenina. La visita, además, fue un éxito. El diario 'Libertad' publicó un par de días después que su alteza, «atendido por la delegada nacional Pilar Primo de Rivera», disfrutó de recitales de canto y baile regionales, rezó en la capilla y se interesó por los estudios de las 114 afiliadas que tenía esta escuela de Mandos. «Materialmente se lo comían. Las mujeres son temibles cuando se excitan y aquel día estaban realmente entusiasmadas», describió más explícitamente Armada.
↓ Y se fueron a un restaurante a comer. Allí, 'Juanito', despreocupado, comentó el incidente al duque. Y se lió parda. «Cuando creíamos que se mostraría satisfecho de la solución, cayó en una profunda meditación y no habló más durante la comida», cuenta Armada. «Me llevó a un extremo del comedor y me dijo: 'Busca al herido, que te devuelva el dinero, que es de Emilio, y da parte del accidente a la Guardia Civil. ¿No os dais cuenta de las consecuencias si se le gangrena?'». Y se llevó al príncipe a Madrid en su coche. Nunca encontraron al accidentado, tampoco recuperaron el dinero y, mucho menos, dieron parte a la Benemérita. Damos fe de ello. En los fondos documentales de la Guardia Civil aseguran que no consta ningún expediente que haga referencia a tal suceso, ni en la Memoria Histórica de la Comandancia de Valladolid, ni tampoco en el Boletín Oficial del Cuerpo de aquel 1955.
↓ A los pocos días, llegó al palacio de Montellano el carné de conducir del futuro monarca. El Ministro de Obras Públicas se lo envió directamente al duque de la Torre, que se lo entregó al príncipe de una manera muy original, que también desvela Alfonso Armada: «Me explicó claramente que estaba interesado en hacer una broma al príncipe y que deseaba sobres de distintos tamaños». En total rotularon doce con denominaciones variadas como 'reservado', 'confidencial', 'secreto', 'máximo personal', 'abrir por el destinatario del servicio'... «Introdujo en secreto el carnet de conducir de su Alteza Real en el más pequeño de los sobres, este en otro mayor y así sucesivamente. Luis, el fiel extraordinario mayordomo de Montellano, trajo durante la cena el gran sobre y se lo entregó en el príncipe. Después de mirarlo, abrió el primero, que era naturalmente el de mayor tamaño y se encontró con otro menor, también dirigido a él. Esta operación la repitió tres veces. Creyó que todos estaban vacíos, hizo ademán de rasgarlos». Entonces el duque tuvo que intervenir: «Paciencia, hay que mirarlos todos y llegar hasta el final. Así lo hizo su alteza real y cuando abrió el último, encontró el carné. Tuvo una gran alegría. Fue una broma inocente, insospechada, pues Carlos no solía hacerlas. Pero nos dijo que contenía una enseñanza moraleja. Los asuntos no se pueden dejar a la mitad, se deben seguir hasta el final».
El hilo se acerca el próximo sábado hasta la iglesia de San Miguel y San Julián, donde se encuentra el cuadro de la anamorfosis de Carlos I y su mujer Isabel de Portugal, una composición de autor desconocido y que a simple vista se percibe completamente deforme.
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