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Jesús Riaza, a sus 63 años, es de los sacerdotes de Segovia que bajan la edad media del clero en la provincia. «Siempre ... he gozado de muy buena salud y creo recordar que nunca me había agarrado una gripe o incluso haber tenido fiebre». Sin embargo, un historial clínico casi impoluto y un DNI al que le queda todavía cuerda hasta envejecer no le libraron del contagio por coronavirus. «Me pusieron en la estadística de posibles» casos, ya que los síntomas coincidían con los de la enfermedad; aunque confiesa que no le hicieron ninguna prueba.
Coronavirus en Segovia
El sacerdote recorre de memoria lo sucedido. «El 13 de marzo comencé a tener mucha tos y malestar; el 14 tuve un entierro por la mañana que oficié como pude porque la tos casi no me dejaba ni hablar. Todo esto justo antes de que se declarara el estado de alarma» detalla en su narración. «Ya el 15 tuve fiebre con picos de 38,9º». Llamó al médico, quien le garantizó que no tenía ninguna infección en los pulmones, lo que tranquilizó a Jesús. Le recetó paracetamol y confinamiento. La pandemia iniciaba su apogeo en la provincia, cada día con más infectados y muertos; y Jesús se sentía «más débil y cansado».
Va a cumplir un mes sin síntomas del coronavirus. El sacerdote puede afirmar con alivio que lo ha superado. El tratamiento hizo su efecto, aunque lo ha pasado mal. «No piensas tanto en que te vas a morir, pero sí se me pasaron pensamientos funestos al encontrarme tan desvalido y no consigues cambiarlos porque estás abatido». También admite que «tuve pesadillas por las noches». Ahora, Jesús piensa en volver a la parroquia con más fuerza que antes.
«La fe ayuda mucho para no tener miedo a la muerte y a mirar con esperanza». Esa virtud teologal le ha reafirmado en «vivir con la sensación de lo pobres y débiles que somos». Durante el aislamiento, «me he dedicado a ver la misa en la televisión; a ver alguna película, pero me quedaba a veces dormido por el decaimiento y la fatiga que tenía». También ha leído, en especial a Santa Teresa, y reza cada día. Ya recuperado, va una vez a la semana a la parroquia para «comprobar los tiestos y pasar revista a las instalaciones».
Jesús está deseando que legue el día en que la iglesia vuelva a abrir sus puertas y reunirse con sus feligreses, aunque con las restricciones oportunas de aforo. En este mes y medio no ha perdido contacto. «Llamo sobre todo la gente mayor, que por suerte están bien, y cuando hablo con ellos noto que hay preocupación en el aire, pero no son miedosos», apunta el sacerdote. La comunicación con sus parroquianos también fluye en la otra dirección.
A Jesús también le llaman «y muchos me abren su corazón pero no es una confesión como tal porque yo no puedo dar absoluciones por teléfono», comenta a modo de anécdota.
Lo mismo que cuando narra cómo un día en Semana Santa se puso en contacto con él un sobrino suyo desde un hospital donde trabaja y que, junto a otra compañera, «querían que les bendijera por videoconferencia las palmas del Domingo de Ramos».
Cuando la vida trate de recuperar la normalidad perdida, el párroco prevé que «mucha gente acudirá a las iglesias a pedir por los difuntos de los que no se han podido despedir en enterramientos breves y fríos. «Es durísimo ver a dos personas separadas que ni tan siquiera pueden darse un abrazo de consuelo en el cementerio cuando se da sepultura a un ser querido», añade. Por eso, Jesús reclama que «hay que dignificar a tantos muertos» que no han tenido ni velatorio ni funeral. «Pido por ellos y en la eucaristía de cada día están presentes», concluye desde su confinamiento.
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