Borrar
Directo La Santa Sede prevé trasladar el cuerpo del Papa a San Pedro el miércoles
María, con su hija Ana Belén y Lucía, su nieta, hija de la hermana de Ana Belén, en una fotografía de hace cinco años. El Norte
Coronavirus en Segovia: «Los ancianos no son un número»

«Los ancianos no son un número»

María González murió a los 81 años en la residencia El Sotillo, enferma de coronavirus, sola y sin el aliento de su hija Ana Belén. «Esa generación no se merece un final así», dice esta última

Carlos Álvaro

Segovia

Viernes, 17 de abril 2020, 07:06

Pasaban once minutos de la medianoche y sonó el teléfono. Era de la residencia.

–Su madre ha fallecido –le dijo la auxiliar.

Tras la primera impresión, Ana Belén reaccionó:

–Pero... ¡si no estaba enferma! Esta misma mañana he llamado y me han dicho que estaba bien...

«Otra auxiliar me dijo después que llevaba una semana con dificultades para respirar, pero, a mí, siempre que llamé, me dijeron que se encontraba bien y que llamara lo menos posible porque los familiares los estábamos saturando a llamadas y no daban abasto», añade Ana Belén Quiroga, que acaba de perder a su madre, María, fallecida el pasado 31 de marzo en El Sotillo, la residencia de Cáritas Diocesana en La Lastrilla.

Su caso es el de muchas familias que la covid-19 ha dejado rotas por el dolor y sumidas en el más absoluto de los desamparos. María González Potes, de 81 años, murió sola en su habitación. Es una de las treinta personas mayores que han perdido la vida en la residencia El Sotillo desde que empezó la crisis sanitaria, no se sabe si a causa del coronavirus. «Es que no puedo decir que ha muerto de covid-19 porque no lo sé. ¿Cómo puedo afirmarlo si no le han hecho la prueba? Evidentemente, no es normal que en una residencia muera tanta gente casi a la vez. Yo lo veía a diario en el grupo de WhatsApp de los familiares: mi padre ha muerto, mi madre ha muerto, mi abuela ha muerto... ¡No era normal! Eso solo ocurre si hay una epidemia», reflexiona Ana Belén, que siempre había estado contenta con el trato recibido en la residencia.

La última vez que vio a su madre con vida fue dos días antes de la declaración del estado de alarma. «13 de marzo creo que era», apunta. Después, la dirección del centro prohibió la entrada a los familiares y ella se hundió: su madre tenía un problema de audición y era muy difícil poder hablar con ella por teléfono. Un día consiguió que se la pasaran:

–Mamá, soy yo. ¿Estás bien? No puedo ir a verte, no porque esté mal o me haya pasado algo.

«Ella asentía, pero no sé si llegó a oírme. Esto fue una semana antes de morir. Para entonces, yo ya sabía cuál era la situación de la residencia y temía por la suerte que pudiera correr. Tenían a más de media plantilla de baja. No había médicos, enfermeros ni trabajadoras sociales porque estaban todos enfermos. ¿Cómo iban a controlar a los residentes si no había ni enfermeros? Todos los días pensaba que si mi madre sobrevivía a aquello, sería un milagro», señala esta segoviana nacida en Campo de Cuéllar. Sus temores acabaron haciéndose realidad: «Llamaba cada tres días y me decían que estaba bien. Por eso me sorprendió el fallecimiento, porque sí esperaba que pudiera ocurrirle algo».

La llamada de aquella funesta medianoche llegó cuando Ana Belén llevaba casi diez días enferma de coronavirus. No cabía peor suerte. «Empecé el día 21. Sabía, pues, que no iba a poder ni ir al crematorio a recoger sus cenizas. Del tanatorio, de uno de sus empleados, me llegaron las primeras palabras de aliento porque de la residencia no volví a saber más, aunque comprendo que estaban viviendo una situación extrema. El caso es que no iba a poder despedirme de mi madre. La funeraria me ofreció tres opciones: incinerar el cuerpo ese mismo día pero en Salamanca, hacerlo cuatro días después en Cuéllar, o en la propia Segovia una semana más tarde. Elegí Cuéllar y allí está la urna con las cenizas, custodiada, a la espera de que podamos ir a recogerla, porque mi hermana, que es enfermera, trabaja en otra provincia y no tiene permiso para desplazarse. Es durísimo».

«María falleció antes de que llegaran los primeros test»

La dirección de El Sotillo comprende el dolor de las familias y explica lo compleja que ha llegado a ser la situación, con 37 trabajadores de baja al poco de estallar la crisis, todos auxiliares y miembros del equipo técnico. De ahí la dificultad de atender las llamadas de manera adecuada. El director del centro, Pablo de Vega, lamenta lo ocurrido con la madre de Ana Belén, que no presentó síntomas de coronavirus: «Ni fiebre, ni tos, ni vómitos... Nada. Es verdad que comía peor y así se le dijo a su hija, pero nunca tuvo síntomas. María murió antes de que llegaran los primeros test, por lo que no podemos certificar que falleció de coronavirus. Creemos que fue una muerte natural». De Vega desvela que, desde que empezó todo, han muerto 30 residentes en El Sotillo. «Hasta ahora, solo hemos podido confirmar 8 casos de covid-19».

Ana Belén retoma estos días su actividad laboral en casa, teletrabajando. Supone –porque así se lo ha dicho la doctora que la ha atendido por teléfono– que ha superado la enfermedad. «Me llamaron y me preguntaron si tenía fiebre. Les dije que no, pero que la tos persistía. La doctora insistió en que, habiendo pasado ya veintitrés días y no teniendo fiebre, estaba lista para incorporarme al trabajo, que es normal que la tos persista. No lo sé. Lo comuniqué en el trabajo y me han dado la oportunidad de trabajar desde casa porque no estamos seguros de que pueda contagiar a alguien. No hay manera de que me hagan la prueba por mucho que lo he pedido. Salvo que tengo tos, ya no siento tanto cansancio y estoy mejor, aunque no dejo de pensar en mi madre. Mi hermana también lo está pasando muy mal, porque se está enfrentando a casos día a día», dice.

A Ana Belén, que no puede contener el llanto, no le parece justo lo que está pasando con las personas mayores. «Los ancianos no son un número, son seres humanos y no hay derecho a que mueran solos. Sé que está pasando en las residencias, en los hospitales, en todas partes, pero no es justo. Tampoco lo es no poder despedirse de un ser querido», se lamenta. Estos días de confinamiento, en casa, prefiere pensar en su madre y en todo lo que ha representado esa generación de posguerra que tanto ha batallado en la vida: «Están acostumbrados a sacrificarse y luchar. Lo pasaron mal de niños, no tenían nada, y ahora siguen luchando contra esta terrible enfermedad después de haber dado su vida por nosotros, sus hijos, para que tuviéremos el camino más fácil. Mi madre era una persona fuerte, el pilar de la casa, nada se le ponía por delante. Era la mayor de diez hermanos, tenía carné de conducir y dejó el trabajo después de casarse con mi padre para sacarnos adelante, a mi hermana y a mí. Llegabas a casa y ahí estaba, dispuesta a todo, para ayudarnos en lo que fuera, siempre preocupada por sus niñas. Hemos vivido una infancia maravillosa y se lo debemos a estas personas. El 14 de abril de 2006 le dio un infarto cerebral que le dejó secuelas, pero siguió luchando. ¡Cuántas batallas juntas, cuántas derrotas, cuántas formas de levantarse y seguir, a pesar de los envites. La recordaré siempre luchando, mirándome con esos ojos azules tan hermosos y esa sonrisa llena de ternura».

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elnortedecastilla «Los ancianos no son un número»