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Pocos eran los que se despedían de él con un adiós. Los vecinos sabían que al día siguiente le volverían a ver, y por eso ... cuando se marchaba siempre le decían hasta mañana. No importaba el frío, el viento o que una nevada de metro y medio cubriera la carretera, él era el cartero rural e iba a volver en su Seat 124 para repartir el correo en los pueblos más recónditos de la Montaña Palentina. Así era Ignacio Reguero Fuente: un hombre al que no se le podía decir adiós porque siempre volvía mañana. Pero eso cambió el 16 de noviembre cuando, recién cumplidos los 80 años, lacovid-19 le arrebató el mañana e impidió a sus seres queridos decirle adiós.
Todo comenzó el 19 de octubre. Ese día, como tantas otras veces, Ignacio y su mujer, Felicidad, se marcharon de su residencia habitual en Cervera de Pisuerga para pasar el invierno en la casa que tenían en Tenerife. Embarcaron en el primer vuelo de Bintercanarias que salía desde Santander con destino a las islas afortunadas, donde pretendían disfrutar del buen tiempo. Pero pronto se truncaron sus intenciones.
El 29 de octubre, diez días después de salir de Cervera, Ignacio comenzó a sentirse mal y en un principio los médicos pensaron que no presentaba síntomas compatibles con la covid-19. No obstante, tras acudir en dos ocasiones a Urgencias, fue el día 4 de noviembre cuando se supo que aquellos diagnósticos iniciales estaban equivocados. Una PCR reveló que Ignacio se había contagiado y su hija Miriam, que es enfermera, se desplazó rápidamente a Canarias para poder atender a su padre.
«Cuando llegó mi hermana, se encontró con que mi padre estaba muy mal, así que llamó para que le ingresaran», relata Ana, que rememora con pesar cómo vivió desde la distancia un momento tan duro para ella. «Cuando ingresó en el hospital, nos dijeron que se encontraba en estado crítico y que seguramente no pasara de esa noche, del domingo 8 de noviembre. Así que mi hermana Alicia, mi hija y yo nos fuimos para allá esa misma mañana», añade.
El viaje fue duro, pero fue mucho más complicado para ellas lo que vivieron al llegar a su destino. «En todo el tiempo que ha estado ingresado no nos han dejado verle y no nos informaron de su evolución. No hemos podido despedirnos ni acompañarle», se lamenta Ana, que se tuvo que conformar con una llamada telefónica para decir adiós a su padre. «Sentía que había que estar allí. Un día mi madre y mi hermana Miriam pudieron al menos hablar con él por teléfono gracias a una enfermera de Valladolid que les llamó. Al día siguiente, otra enfermera nos volvió a llamar y yo pude hablar con él muy poquito tiempo. Estaba con oxígeno, muy debilitado, pero el único consuelo que me queda es que en ese momento nos escuchó y supo que nosotros estábamos allí, con él», relata Ana, que en ese breve instante se despidió de Ignacio como pudo. «Sabíamos que teníamos poco tiempo, pero nos escuchó a todos. Cuando cogí el teléfono solo me salió decirle: guapo, guapo. Te queremos mucho», explica emocionada Ana, que con estas palabras a través de un frío aparato, habló por última vez con su padre.
En la mañana del día 16, el corazón de Ignacio dejó de latir y de esta forma, lejos de su querida montaña, falleció un amante del ciclismo, de la fotografía y de su tierra. «Su obsesión era morirse en Cervera, en su casa», explica Ana, que encuentra cierto consuelo en el hecho de que su padre ha dejado como legado el cariño de una comarca agradecida por su desprendida forma de ser, tal y como explica otra de sus hijas, Felicidad. «En la época en la que trabajaba de cartero, la gente que vivía en La Pernía tenía muchas dificultades para bajar a Cervera. No había tantos coches en las casas como ahora, pero allí siempre estaba mi padre. Cuando éramos pequeñas, lo mejor que nos podía pasar es que nos llevara a repartir los sábados. Allí le esperaba todo el mundo: el que estaba pendiente de una carta del banco, pero también esos a los que les subía la compra, la goma de la olla e incluso la bombona de butano», recuerda Felicidad.
Aunque para muchos vecinos seguía siendo el cartero, Ignacio llevaba jubilado desde 1997 y en su dilatada existencia se había dedicado a otros trabajos, en los que demostró que su don de gentes le iba a llevar a disfrutar cada día rodeado de personas. Fue hijo único en una época en la que lo normal era formar parte de una familia numerosa, y esta circunstancia tal vez fue la que le llevó a tener una relación casi fraterna con muchas de sus amistades. No obstante, su facilidad para relacionarse seguramente se potenció en su juventud. Sus padres, Bonifacio y Rosa, regentaban el bar Deportivo, lugar de reunión y escenario de los guateques más concurridos de los que se celebraban en la Montaña Palentina en los años 60, hasta que en 1968 comenzó a trabajar de cartero en La Pernía.
Una repentina enfermedad le obligó a jubilarse de forma prematura a los 57 años, pero encontró una distracción en el negocio de su hijo Nacho, el restaurante Taxus, al que acudía con asiduidad para compartir conversaciones en las que siempre tenía muy presente a su gente del puerto, a aquellos para los que era mucho más que el cartero. Y así, después de toda una vida rodeado de personas que se despedían de él con un «hasta mañana», la covid ha impedido que la montaña le dijera adiós.
Tras ser incinerado en Tenerife, su mujer y sus hijas viajaron con sus cenizas hasta Cervera, donde reposan desde el 20 de noviembre en el panteón familiar. A buen seguro, por el camposanto irán pasando poco a poco todos aquellos que aún no han podido despedir con un adiós a Ignacio Reguero. Los vecinos de La Pernía tienen algo importante que hacer en Cervera y esta vez no lo puede solucionar el cartero con su 124.
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