Algún día el tiempo se pondrá amarillo sobre mi fotografía». Así termina uno de los más bellos poemas de Miguel Hernández en 'El Rayo que no Cesa'. Este verso es lo primero que se me vino a la mente cuando me pidieron que escribiese este artículo. Los recortes que guarda mi mujer en una caja de plástico en algún rincón oscuro del vestidor del pasillo. Esos papeles, ya amarillos, contienen mi historia, la de mi ciudad, la de mi familia, la de mis amigos.
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En esas hojas se guardaba un artículo, ya perdido, que se titulaba 'Ha muerto Don Félix Igea', una emotiva necrológica. El recuerdo de un hombre de pelo cano y sonrisa adusta, con un trozo de queso en la mano. Un anciano con las manos quemadas por los rayos X de su viejo aparato de la consulta. Corría el año 74 y yo tenía solo 10 años. Aquel artículo fue probablemente el primero que leí entero de este periódico. Así me enteré de que pertenecíamos a una comunidad más grande que la que formábamos en un 5º piso del Paseo Zorrilla. Al año siguiente me enteré, también por sus páginas, del cierre de nuestra Universidad. Esas eran las razones por las que mi padre andaba por aquellos días agarrado a su pipa y con el ceño fruncido. Aquellos años de carreras por las calles, trencas, jóvenes melenudos y policías vestidos de gris. Murió Franco y allí estaba en la portada de nuestro periódico. Su cadáver, a la izquierda y nuestro futuro Rey, a la derecha. 'Las esperanzas de un Reinado' titularía el editorial apenas dos días después. Yo, sin embargo, buscaba cada lunes la clasificación del deporte escolar donde salían los partidos de rugby de alevines. Nuestras escaramuzas en el barro helado de los campos del Lourdes no merecían un artículo, pero al menos estaba la calificación.
Poco después, al país y a mí nos empezaron a brotar las hormonas. Mientras abríamos paso a la democracia, entre candidatos con traje y corbata de la UCD, fachas de camisa azul y Ray Ban oscuras y barbudos con americanas de pana también nos adentrábamos a la adolescencia con las carteleras de 'La lozana andaluza' y 'Emmanuelle' en las últimas páginas. Poca gente puede imaginarse hoy en día la dificultad de pasar de un colegio de jesuitas (en el que cantábamos «a sus pies el águila del Imperio, Flecha y Laurel del Alto del León, mi aliento el manto claro de mi virgen, mi orgullo es ser cristiano y español») al mundo sensual de Ágata Lys, aquella vallisoletana ilustre.
Fueron tiempos convulsos. Portadas con coches de la Guardia Civil destrozados en el País Vasco nos informaban de una barbarie casi diaria. Ya teníamos 15 años y en Valladolid se estrenaba un alcalde socialista que era la viva imagen del Otelo de Shakespeare. Dos años después, un buen día de invierno y niebla después de atravesar la ciudad –extrañamente vacía y silenciosa– llegué a casa y me encontré a mi familia oyendo la radio en la cocina.Al día siguiente el Norte titulaba 'El Rey pide serenidad y confianza' y su editorial era taxativo: 'Con el Rey'.
Al año siguiente, ganó aquel abogado andaluz que nos sedujo a todos. Un hombre de verbo fácil y acento sureño, con una americana de pana y unas convicciones de hierro. Un equipo de gente joven, gente que miraba a la Europa que todos soñábamos. En la segunda página de El Norte la famosa rosa del PSOE volaba sobre la ciudad arrastrando un letrero en el que se leía «Esperanza» en una de aquellas viñetas, más en negro que en blanco, de Criado. Yo entré en la universidad al mismo tiempo. Tiempos de olor a formol y bata blanca, de vaqueros y un paquete de Fortuna en el bolsillo de la camisa. Tiempos de descubrir mi otra vocación oculta: Delegado de Facultad. Calles cortadas, carreras y asambleas multitudinarias. Tiempos de amistades y sentadas. Mis primeras fotografías en el periódico: delante de una cola de donantes de sangre que organizamos para poder entrar por la puerta principal del Hospital Clínico, subido a la estatua del Conde Ansurez escayolando su pierna derecha. Otra de ellas es el retrato de dos tipos, con mucho pelo y gafas, delante de dos de aquellas grabadoras de cinta de casete. Hoy uno es Portavoz de Ciudadanos en el parlamento europeo y otro Vicepresidente de la Junta.
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Durante 4 años cambié El Norte por el 'Diario de Navarra', mientras me formaba como especialista en las brumosas faldas de los Pirineos. Volví a estas tierras hace ya 27 años y volví también a mi antigua relación con el Decano. Comencé a disfrutar del placer no solo de leerlo, sino de poder escribir en sus páginas. Ha sido un gran honor. Escribir en un periódico que ha sido bandera de la libertad en estas tierras. La libertad con mayúsculas. La que nos asegura que, mientras haya un periodista dispuesto a contar cosas desagradables para el poder, siempre habrá un reducto de tierra donde puedan vivir hombres libres. En sus páginas he encontrado críticas feroces, pero siempre leales, nunca personales ni rastreras. En sus páginas pude despedir a mi padre hace 3 años y agradecer a los vallisoletanos el calor con el que nos arroparon.
Sobre estas páginas de El Norte se podrá un buen día amarilla mi fotografía. Ese día, como dice el poema, podré al fin «descansar de esta labor de huracán, amor o infierno». En esas páginas, si aún entonces el papel existe, dejaré mi última huella. No pondrá «su apenada esposa» ni sus «apenados hijos». Pondrá sus «agradecidos deudo». Agradecidos a quienes desde estas páginas hicieron esta tierra un poquito más libre, esta vida un poquito más humana. Gracias por tanto.
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