«Jiménez Lozano, en Roma. Un servicio especial, directo, que ofrecemos en última página». Así anunciaba El Norte de Castilla, el 27 de octubre de 1963, el inicio de lo que en breve se convertiría en uno de los hitos más destacados del periodismo español ... durante el Concilio Vaticano II: las famosas crónicas enviadas desde la Ciudad Eterna por el periodista José Jiménez Lozano. Era, en efecto, mucho más que la narración aséptica del discurrir del Concilio, se trataba de tomar el pulso a lo que estaba sucediendo en el seno de la Iglesia, reflexionar desde lo hondo de un cristianismo en rebeldía y escrutar, a la luz de la filosofía, el devenir de la Iglesia católica en una singladura clave.
Publicidad
Seis años antes, el abulense había formalizado matrícula en la madrileña Escuela Oficial de Periodismo mientras colaboraba en 'Destino' y en el decano de la prensa española. Si en aquella revista pronto se hicieron célebres sus 'Cartas de un cristiano impaciente', en el periódico vallisoletano ocurrió otro tanto con sus colaboraciones en la agustiniana sección 'La ciudad de Dios', columna en la que sustituyó temporalmente al sacerdote José Luis Martín Descalzo.
Pero ahora el desafío era aún más exigente. Y lo acometió con nota. En tres etapas distintas, entre octubre de 1963 y febrero de 1966, Jiménez Lozano ejerció como cronista poco convencional del Concilio Vaticano II, haciendo partícipe al lector de aquel esperanzador pálpito de renovación: durante la primera etapa escribió 17 entregas, publicadas entre el 27 de octubre y el 11 de enero de 1964; 11 más, entre el 30 de octubre de 1964 y el 7 de enero de 1965, en la segunda; y otras 32 publicadas entre el 6 de octubre de 1965 y el 12 de febrero de 1966. A ello habría que sumar algunos otros artículos en el suplemento cultural.
Lo cierto es que fue uno de los pocos seglares invitados a asistir al Concilio, y bien pudiera decirse que gracias a su labor, auspiciada e impulsada en todo momento por Miguel Delibes, El Norte de Castilla realizó uno de los despliegues informativos de mayor calidad sobre dicho acontecimiento. No hay que olvidar, por cierto, que Jiménez Lozano acudió al Concilio también en calidad de corresponsal de la revista Destino, en cuya publicación aparecerán sus crónicas y artículos en una sección titulada 'Cartas de un cristiano impaciente'.
Más sobre José Jiménez Lozano
Enrique Berzal
Jesús Bombín
El Norte
Testigo excepcional de ese cambio histórico acontecido en lo que entonces se conocía como cristiandad, Jiménez Lozano fue dando cuenta de todo lo que iba sucediendo en Roma y de sus hondas repercusiones, no ya para la Iglesia, sino también, aunque expresadas de manera menos directa, para la sociedad y la política españolas de la época. Las innovaciones teológicas, litúrgicas y eclesiológicas, la división entre progresistas y renovadores, la ardorosa entrega de Pablo VI a la causa de Juan XXIII, la espinosa, y a la vez esperanzadora, cuestión de la libertad religiosa...., todo ello era tratado desde una perspectiva ilusionada y optimista, confiada en una inminente renovación eclesiástica.
Publicidad
Pero lo cierto es que las suyas no eran narraciones al uso, como han destacado María Merino y José R. Ibáñez: el periodista, en efecto, profundizaba en cada uno de los asuntos con las herramientas del filósofo y los ojos del humanista, alineado sin duda con las tesis renovadoras pero ajeno a cualquier simplificación maniquea que pudiera vulgarizar el mensaje conciliar. Gracias a ello, el lector de El Norte de Castilla tuvo el privilegio de captar la esencia de esa profunda transformación que habría de significar el Vaticano II. Un Concilio y un afán de aggiornamento que obedecían, desde luego, a la clarividencia y grandeza de espíritu de Juan XXIII, a quien él tanto admiraba: «Con su aliento pasamos de la sospecha a la luz, del miedo al amor, de la tímida oposición a la insólita experiencia de sentirnos reformadores de muchas cosas y estar en el poder, con el Papa», escribía en mayo de 1964.
El contrapunto a ese espíritu renovador del Papa Juan era el catolicismo hispano del momento, «contrarreformista, cerrado, aislado, politizado, con miedos, sofocante. Debiera haber significado una liberación bendita de todos estos demonios, pero desgraciadamente este catolicismo parece monolíticamente intacto», lamentaba.
Publicidad
Lejos de caer en estereotipos al uso o de dibujar una suerte de enfrentamiento entre dos Iglesias contrapuestas, una progresista y otra conservadora, Jiménez Lozano transmitió en todo momento su conformidad con el espíritu que animaba el Concilio y su sintonía con la propuesta de renovación interna de la Iglesia. Así lo demuestra cuando se detiene en los estudios sobre la reforma del papel de la curia romana y el intento de limitarla a una función administrativa, o en aquellos en los que comenta la creación de un consejo episcopal a nivel mundial: «Ha sido a la Curia a la que se les está quitando la 'capa magna' de su magno poder, mientras a los cardenales sólo les hace un tanto más barata la factura de su traje talar», señalaba el 5 de febrero de 1965.
Claro está, si de tomar partido se trataba, Jiménez Lozano no ocultaba que se encontraba más a gusto con aquel sector que en los mentideros periodísticos se conocía como Iglesia progresista. Así se desprende de los artículos dedicados en noviembre y diciembre de 1963 a esas dos tendencias dominantes en el Concilio, la que apostaba por un cambio raudo y veloz, impaciente y profundo, y la que prefería ralentizar los procesos para, decía, asegurar su mantenimiento.
Publicidad
Más información
Atento siempre al cambio que habría de fraguarse en el terreno de la mentalidad religiosa, el abulense se mostró partidario de las tesis renovadoras en el terreno de la Sagrada Liturgia, de la conveniencia de utilizar las lenguas vernáculas en las celebraciones, de la separación Iglesia-Estado, de la autonomía de las realidades terrenas, del ecumenismo, de la apertura a quienes se decían y sentían alejados de la Iglesia y de las positivas aportaciones que para todo cristiano habían supuesto determinados sistemas políticos ajenos, cuando no enfrentados, a esta institución: «La Revolución de 1789 en Francia liquidó las justificaciones teóricas de la esclavitud y la estructura feudal de la sociedad. Habló de libertad, igualdad, fraternidad, pero no fue aceptada sino por un puñado de cristianos a quienes por lo demás, rechazaron los otros cristianos de la manera más violenta. Y el mundo moderno nació contra la Iglesia que aparecía así comprometida con las viejas monarquías absolutas, con la vieja sociedad justificadora de la servidumbre», escribía en diciembre de 1964.
Diversos artículos se centraron en glosar algunos de los resultados más sobresalientes del Concilio, en especial la libertad religiosa y sus consecuencias en nuestro país, el levantamiento de los anatemas, la supresión del Índice, y la rehabilitación pública de algunas personas que habían sido censuradas, entre ellas la psiquiatra holandesa Mª Teresa Teruwe, a quien se reconoció su catolicismo y su espiritualidad.
Publicidad
Aunque nunca rebasó el tono contenido de quien reflexiona sobre la realidad que le rodea desde una postura autocrítica, Jiménez Lozano tampoco escabulló las importantes consecuencias que tanto el Concilio como la obra pastoral y teórica de los pontífices que lo impulsaron tendría para la sociedad y la política españolas. Por ejemplo, de la 'Pacem in Terris' de Juan XXIII infería una ineludible apuesta por la democracia, y de la idiosincrasia del Régimen Franquista concluía un choque inevitable con los nuevos aires, renovadores cuando no revolucionarios, que desprendía la Iglesia conciliar:
«Nuestra Patria, un país católico que por una terrible paradoja, y si Dios no lo remedia, será el último en comprender lo que significa este Concilio y por dónde va en estos momentos la Iglesia de Dios (…) Por favor todavía no nos llamen ustedes herejes, esperemos a la sesión de hoy o de dentro de dos años, esperemos a que acabe el Concilio; después sabremos si son ustedes o nosotros quienes estábamos con la Iglesia. Y estar con la Iglesia es lo que cuenta», escribía el 10 de noviembre de 1963.
Noticia Patrocinada
Lo cierto es que al llamar la atención sobre las palabras de algunos obispos que clamaban por la separación entre la Iglesia y el Estado, como fue el caso de los de Méjico y Polonia, Jiménez Lozano estaba queriendo dar un toque de atención a nuestro país. Era, en efecto, una apuesta decidida por la libertad religiosa en España.
Junto a la figuras de Juan XXIII («el Papa Bueno») y Pablo VI, Jiménez Lozano resaltó la solidez teológica y la apertura de miras de pensadores católicos tenidos hasta entonces como demasiado liberales, entre ellos Yves Congar, Karl Rahner y Jean Danielou, expertos en el Concilio y respetados por quienes, como él mismo, buscaban una Iglesia renovada y fiel a sus orígenes.
Publicidad
En nómina en el periódico desde diciembre de 1964, al año siguiente, nada más finalizar el Concilio, sacó a la luz su primer ensayo, 'Meditación española sobre la libertad religiosa', cuyo punto de partida no era otro que la resistencia de determinados prelados a aceptarla, pero en el que también trataba de dar alguna explicación a la peculiar manera en que el catolicismo es vivido en España desde hace tantos siglos.
0,99€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Te puede interesar
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.