Ayer volví a hacer la compra, como he ido haciendo una vez por semana desde el real decreto y si en mi toma de alternativa hace ya veinte días hice el paseíllo desmonterado, como marcan los cánones, y con ganas de agradar al respetable, saludando desde el centro de la plaza y cargando la suerte, lo de ayer fue una faena de aliño, trasteo y bajonazo para estar de vuelta en casa lo antes posible. He llegado a pensar que pesa en el ánimo no ya solo el encierro, sino el chorreo diario de estadísticas de la que saco conclusiones tan urgentes como qué puta pena o qué manera de acostumbrarnos a un número de muertes diarias que ha bordeado el millar en los momentos peores. Pero tampoco puedo evitar que aflore el instinto de supervivencia. «Si me he librado hasta ahora, tengo que evitar contagiarme cuando ya la cosa va amainando, ser el último de la fila no se lo deseo ni a Quimi Portet».
Diario de un confinamiento
Y para cumplir ese objetivo, como para tantas cosas, como en casa en ningún sitio. ¡Viva el confinamiento! y eso que este fin de semana me vuelve a tocar guardia y prefiero hacerla en el periódico, pero comparo mi suerte en este caso con la del personal de mi súper, el de siempre, y con la del resto de empleados de los otros, así como con la de tenderas y tenderos de establecimientos de productos de primera necesidad -¡así como los quiosqueros!- y no hay color, soy un afortunado. En el periódico, este sábado y domingo a lo sumo nos juntaremos media docena de personas, el resto seguirá haciéndolo, tan bien como hasta ahora, desde casa. A nosotros no viene a vernos el cliente. A las tiendas y a los súper cada uno de los que va a comprar es, según la terminología de doña Concha, «de su madre y de su padre».
Eso sí, en mi ritmo alto camino hacia la calle Constitución y de vuelta a Regalado, he percibido el palmario incremento de viandantes enmascarillados y como yo soy muy pavo para eso del donde fueres haz lo que vieres, me he sentido desnudo, como en ese sueño que todos hemos tenido alguna vez y los más inseguros habrán repetido como las natillas, en el que no te das cuenta de que has salido a la calle en perendengues.
Otras anotaciones de un paseo que ha servido al menos para recuperar niveles aceptables de sustancias vitales para mi organismo así como para el equilibrio de mi flora bacteriana, como la mahouina y la pistachina. Ahí van: He pasado junto a dos establecimientos de tan reciente creación que creo incluso que uno de ellos no ha llegado a abrir sus puertas, un restaurante –me consta que estaba ya dando servicio desde Navidad y con gran aceptación por lo que se podía apreciar a través de los ventanales–, y un gimnasio de boxeo, este creo que no ha llegado ni a estrenarse. Uno de esos establecimientos de nueva hornada que han vuelto a poner en valor, que se dice ahora, un deporte, ora estigmatizado, ora elogiado y tan cinematográfico. Y esto también da mucha pena, que las pruebas de la tan precipitadamente anunciada recuperación económica corran el riesgo de irse por el desagüe del mercado de Huanan (con hache, no mi compañero de Deportes). Aunque soy optimista y con fundamento:por un lado, qué nos gusta a los españoles comer y cenar por ahí –auguro celebraciones de empresa a cholón para festejar la vuelta a la normalidad, cuando sea– y por otro, de esta saldremos además de con la necesidad imperiosa de reducir cartucheras surgidas de tanto ataque preventivo a la nevera con ganas de dar hostias como panes tras tanta tensión acumulada. Pero por favor, que las encaje un saco.