La infantería del sufrimiento
Diario de un confinamiento. Día 21 ·
De cuando damos por amortizados a los que nos enseñaron a andar por la vida y ellos vuelven a regalarnos una lección más de su capacidad de sacrificioSecciones
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Diario de un confinamiento. Día 21 ·
De cuando damos por amortizados a los que nos enseñaron a andar por la vida y ellos vuelven a regalarnos una lección más de su capacidad de sacrificioCada día trae su afán», según el refrán español a caballo entre la resignación y el estoicismo que adapta el versículo evangélico «Cada día tiene bastante con su propio mal» (Mateo 6, 34) y cuya aplicación encaja perfectamente para definir la prueba de resistencia ... que estamos viviendo aquí, allá y en cualquier parte.
Una prueba que ha puesto el mundo del revés, con los habitantes de casi todo el planeta aceptando con responsabilidad, salvo energúmenas excepciones, la restricción de movimientos. Otra cosa es que resulte más sencillo respetar el confinamiento en Filipinas, donde su presidente ha dado instrucciones de disparar a matar contra quienes se lo salten, en otra forma de entender el papel del Estado a la hora de apoyar a sus ciudadanos en momentos difíciles. Aquí se destinan partidas económicas para compensar la pérdida de poder adquisitivo derivada de los ERTEs, allí te reservan una bala por si te dejas el civismo en casa.
El caso es que en un planeta cerrado en cuarentena por un virus de transmisión zoonótica y vuelto del revés por el mismo bicho, un mundo en el que lo natural hasta antes de ayer era que a los seres queridos se les demostrara cariño a base de achuchones y ahora distanciarte de ellos es la mejor prueba del amor que les tienes, es menester dedicar un homenaje a las personas mayores, esas a quienes a menudo cometemos el error de darlas por amortizadas, mientras ellas se empeñan con insistencia en demostrar, casi siempre de forma voluntaria, otras veces porque les toca, aunque les suele tocar siempre, que juegan un papel trascendental en los momentos de crisis. Las personas mayores, con frecuencia graduadas también en una titulación tan vocacional como exigente, la de abuelos.
Los abuelos exhiben los rasgos de las especies que mejor se adaptan a las condiciones del entorno por extremas que estas sean, con un umbral del dolor a una altura estratosférica. Ya en su niñez y juventud demostraron una capacidad de sufrimiento que nosotros solo hemos empezado a intuir desde hace tres semanas. Sufrieron los rigores de la posguerra en un país destruido y sumido en el aislamiento al que no invitaron a la ronda de canapés del Plan Marshall, ahora de renacida actualidad. Se tragaron sin más alternativa las condiciones de una dictadura que se prolongó bastante más que las más duras condenas de prisión previstas en el Código Penal y por fin conocieron algo de prosperidad al final de sus vidas, pero entonces les tocó también ser sostén en familias a las que la crisis de 2008 dejó al borde de la pobreza. Un colectivo que cuando por edad y por salud es aprovechable cumple una misión primordial en tareas de recogida, manutención y guarda de sus nietos escolares. Una gente que da mucho y apenas pide, que no se cansa o no lo dice, que no se queja nunca, que en las tareas que les encomiendan sus hijos encuentra su razón de vivir y que se siente pagada con achuchones que ahora y como medida preventiva tienen prohibidos por si les contagiamos. Por no hablar del plus de soledad que la alerta sanitaria impone ahora si les llegan sus últimas horas en este mundo y tienen que morir solos, sin la posibilidad de dedicarles despedidas dignas, acordes al reconocimiento que merecen y que jamás van a exigir quienes siempre han estado ahí, bailando con la más fea mientras con su ejemplo diario borran de nuestras caritas ese aire de seres con nula capacidad para el sufrimiento.
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