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«Casi llevo más tiempo en la Plaza Mayor que la estatua del Conde Ansúrez», bromea Antonio Curiel. Y algo de razón tiene. Este vallisoletano, que está a punto de cumplir los 65 años, lleva casi 50 trabajando con la familia Castro en el bar ... con más solera de Valladolid, el Café El Norte, inaugurado en 1861 y ubicado en la Plaza Mayor. El próximo 23 de enero será su último día tras la barra. Este veterano se jubila con añoranza por lo que deja, pero también con la ilusión de lo que le espera.
Las centenarias paredes de este local han sido testigos de la historia de la ciudad y de las conversaciones, tras el calor de un café, de políticos, escritores, toreros, deportistas y artistas de todo tipo. Antonio también ha sido testigo de ello. A todos les ha servido con diligencia y discreción. Él es un camarero (y encargado) de los de antes. Un baluarte del oficio de servir tragos. Siempre con la bayeta cerca, Antonio es de los que disfrutan sacando brillo a la barra hasta dejarla 'niquelada' y siente una satisfacción especial cuando un cliente le susurra agradecido «Antonio, todo perfecto. Como siempre».
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Berta Pontes de los Ríos
Hijo de pastores del barrio de Fuente el Sol, empezó a trabajar con 16 años recién cumplidos. Corría el año 1973 y el Café del Norte, y sobre todo su terraza, era lugar de encuentro en la ciudad. «Yo entonces era un crío y empecé de aprendiz recogiendo la vajilla. Poco a poco fui aprendiendo el oficio. En aquel momento había 31 camareros atendiendo en la barra y en las 100 mesas que había en la terraza. En todos estos años he visto pasar a más de un centenar de camareros por el bar. Ahora la gente no quiere trabajar en la hostelería, sin embargo, antaño era una gran salida laboral. Siempre ha habido muy buen ambiente entre compañeros. De hecho, hace años, cuando terminábamos de trabajar, salíamos todos y nos reuníamos en un bar de Cantarranas y nos contábamos cómo nos había ido el día», prosigue.
Precisamente dice que lo que más le gusta de su oficio es el compañerismo y el trato cercano con la clientela. «Antes, ser camarero era como ser cura. El mostrador se parecía a un confesionario, y mientras el cliente se tomaba un café, te contaba sus penas. Echo de menos aquellos años en los que a los camareros se nos respetaba más y el trato era más de tú a tú. Ahora todo el mundo se ha vuelto muy exigente y está más estresado», dice Antonio sin despegarse de la bandeja. También reconoce que el suyo es un oficio en el que es difícil la conciliación familiar. Le gustaría, tras su inminente jubilación, hacer un viaje con su mujer y su hijo. «Me casé en septiembre de 1986, en plenas ferias y no pude irme de luna de miel porque tenía que trabajar. Es lo malo de este oficio. Con mi hijo nunca he ido de vacaciones, así que espero poder hacerlo ahora», comenta.
Tiene mil anécdotas en su memoria. La mayor parte de ellas se las guarda con la discreción que debe guardar el buen profesional. Las que puede, nos las cuenta, como los rodajes cinematográficos de películas como 'Monseñor Quijote', en 1988 con Alec Guiness, la serie 'El secreto' o el anuncio de la Seminci dirigido por Isabel Coixet, de los que Antonio tiene gran recuerdo. «Este es un bar de mucha fama y siempre han venido muchos escritores y famosos de la televisión. También toreros como Roberto Domínguez o Espartaco, por ejemplo. Solían hacer tertulias y podíamos hablar con ellos. He hecho grandes amistades con muchos clientes y me lo he pasado muy bien. Ahora ese trato tan cercano ya no se estila», añora.
Ha pasado por momentos complicados en su trabajo, como la Nochevieja del 2000 al 2001, cuando España cambió de divisa. «Fue una movida muy grande. Los clientes venían con pesetas y había que devolverles en euros. Teníamos dos cajas y ni así nos enterábamos. Lo pasamos muy mal y más de una vez nos equivocamos en las cuentas», reconoce Antonio, para quien la pandemia también ha sido una época complicada. «Estar casi un año y medio sin trabajar fue duro. Supongo que cuando me jubile, al principio me costará acostumbrarme a no madrugar para venir al trabajo», dice.
Un camarero, tres generaciones
Para él es un orgullo haber dedicado medio siglo de su vida a trabajar en el buque insignia de la hostelería vallisoletana, al lado de tres generaciones de la familia Castro. Primero con Aureliano, el primero que confió en él. Un hombre emprendedor que supo hacer de su café una referencia en el mapa emocional de Valladolid. Luego con su hijo Fernando y ahora también con sus nietos Francisco, Fernando y Carlos. Al otro lado de la barra del Café del Norte también han pasado varias generaciones. «Muchos clientes me cuentan que ya venían con sus padres y hoy traen a sus nietos», dice Antonio.
Uno de los momentos más especiales que ha vivido en estos años tuvo lugar en el 2011, tras la remodelación del establecimiento, cuando los nietos de Aureliano se hicieron cargo del negocio. «Fue una alegría muy grande volver a ver a todos los compañeros vestidos con nuestro uniforme verde y ver cómo la siguiente generación de la familia Castro seguía al frente del Café. Espero que siga muchos años más dando servicio al público vallisoletano. Como mínimo hasta cumplir los 200 años. Aquí siempre me han tratado muy bien y he estado muy a gusto. Tengo mucho cariño a esta empresa, que es la única que figura en mi vida laboral», subraya. El cariño es mutuo con los Castro. De ello da fe Francisco, uno de los actuales gerentes del Café. «Antonio nos ha visto nacer. Él es de la familia. Estando él, estamos tranquilos. Es una institución en este negocio. Hoy en día es muy difícil encontrar a alguien que lleve tantos años dedicados a una misma empresa. Aquí le vamos a echar mucho en falta cuando se jubile», anticipa.
A Antonio le quedan unos meses hasta ese momento. Aquellos clientes de El Norte que quieran devolverle un poco de ese cariño que él ha regalado durante toda una vida, que se acerquen y le pidan un café. Él los atenderá encantado y con una sonrisa tras su inconfundible bigote.
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