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En su película 'El resplandor' (1980), Stanley Kubrick diseccionó el viaje hacia la locura de Jack Torrance, un escritor sin talento que se encierra con su mujer y su hijo como vigilante de invierno en un hotel de temporada en Colorado. Son iconos del cine ... las persecuciones de un inspirado Jack Nicholson hacha en mano detrás de su aterrada mujer.
Vivir la soledad diaria y el vacío de un edificio acostumbrado al trasiego de gente puede ser algo impresionante. En Valladolid, como en el resto de España, todos los alojamientos están cerrados por prescipción oficial a causa de la crisis del coronavirus, salvo esa media docena que entraron en la lista de servicios básicos a los pocos que pueden moverse por la provincia.
Son decenas de edificios en los que resulta complicado echar la llave y esperar a la reapertura. El riesgo de okupas, dadas las circunstancias, parece descartado. Pero no el deterioro. Aquellos que pertenecen a grandes cadenas cuentan con servicios de vigilancia de seguridad las 24 horas del día.
Otra cosa son los negocios familiares. Aquí, el control corre a cargo de los propietarios, que no han dudado en mudarse a sus establecimientos para pasar en ellos la cuarentena. «¿Fantasmas? –se pregunta de entrada Carlos Díez Lobo, dueño del hotel Río Hortega–. Vería fantasmas si me quedara en casa. Este edificio es mi alma. Mi proyecto de vida. Es aquí donde quiero estar», responde cuando se le pregunta el porqué de su decisión.
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Él y su familia se «han dejado la vida» en este proyecto, una aventura en cuya construcción invirtieron cinco años. Hombre discreto y afable, rechaza cualquier protagonismo porque sabe que «mi historia es la de muchos colegas del sector».
Como la de Carlos Frías, el joven director del Aparthotel Ribera, en Arroyo de la Encomienda, que también ocupa uno de los veinte alojamientos que ofrece este edificio familiar. Y lo hace porque «nos parecía necesario controlarlo aunque no se pueda desarrollar ninguna actividad».
Es cierto que no hay gestión de clientes ya que «a partir del 13 de marzo está todo cancelado y, en abril y mayo, las anulaciones fueron masivas», admite Frías. Pero nunca falta trabajo. «Enciendes y apagas luces, ventilas habitaciones... hago mantenimiento de calderas. La idea es que el día que llegue la reapertura no parezca un edificio que lleva tiempo cerrado».
Algo parecido le ocurre a Díez Lobo que ofrecía 55 habitaciones. «Me queda muy poco tiempo libre. Me paso mucho rato al teléfono. Hablando con los abogados, con la asociación (de hoteleros), con colegas...». Y después están todos los elementos a cuidar: un día las campanas de las cocinas, otro las arquetas, los depósitos de agua. También y, como pasa en los hogares, «cosas que teníamos pendiente de hacer y me pongo ahora». El caso es que se le va el día y «hasta las siete u ocho de la tarde no echo nada de menos».
Díez Lobo fue de los primeros que cerró dada su cercanía al hospital del mismo nombre. Él gestiona el hotel y su hermano la cafetería. «Lo vimos claro enseguida. No íbamos a correr riesgos con clientes y personal». Para los dos Carlos son ya tres semanas de clientes de sí mismos.
Instalado en la habitación que está justo encima de la recepción, Díez Lobo se muestra a gusto en su destierro elegido, a pesar de estar separado de su mujer y sus hijos. Llegaron a plantearse vivir todos en el Río Hortega pero lo hablaron y lo acabaron descartando. «La familia lo entendió perfectamente. Era demasiado cambio para todos».
Conoce cada rincón y sabe sacarle partido a su negocio, cuidado al detalle. No le falta de nada. «Tengo todo el papel higiénico del mundo y el barril de cerveza del bar que no se puede perder. Además me estoy comiendo todo lo que queda para que no se caduque», bromea. Si siente que le acechan los michelines de la (inexistente) inactividad, tiene incluso el gimnasio del hotel a su disposición. «Definitivamente es un buen lugar para encerrarse y vivir», concluye. Desde luego, está muy lejos del desquicie de Jack Torrance/ Jack Nicholson en los pasillos solitarios de 'El resplandor'.
Pero la soledad también tiene sus momentos. Carlos Frías asiste durante el día al constante tránsito del cercano súper Alimerka, con el que comparte el inmueble. Pero, «cuando llegan las noches -confiesa- la cosa se complica. Te desvelas enseguida porque echas en falta toda esa rutina. Es un edificio muy grande y ese silencio impresiona».
A su colega y tocayo se le viene un poco el mundo encima cuando se detiene a cenar. «Es la parte más triste. De pie, un simple plato» en la gran encimera de la cocina industrial.
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Luego llegará el relax para ambos, con los telediarios y su agonía de datos diarios. Y alguna película en Neflix o cualquier otro canal para intentar encarar la noche con buen ánimo. «Los primeros días -recuerda Díez Lobo- «que no hubiera nadie me sobrecogía bastante. Que no entre nadie y me pille despistado. ¡Sería el colmo!».
Afortunadamente, Jack Torrance solo es un personaje de ficción. Y tanto Frías como Díez Lobo y el resto de hosteleros que estos días cuidan o hacen turnos en sus negocios esperan con ansia la vuelta a la normalidad. «No será la misma alegría que antes. Ni será de golpe. Pero iremos poco a poco», dice Carlos Frías. Y, además de volver a llenar los pasillos de historias de clientes, también esperan devolver su puesto a los 30 trabajadores que suman entre ambos negocios.
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