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Patricia González
Domingo, 20 de diciembre 2020, 08:08
Fue una de las decisiones más complicadas que ha tomado en su vida. El miedo y la incertidumbre de enfrentarse a un virus hasta el momento desconocido hicieron que su negativa fuera errática. Ese vaivén, imprevisible y caprichoso de emociones fue acompañado de multitud de ... llamadas «angustiosas» y «desesperadas» de otros tanatorios madrileños que pedían ayuda a voces. Estaban sumergidos en una guerra silenciosa. Los cuerpos se acumulaban. Cada día eran más y más los fallecidos por el coronavirus y los crematorios no daban abasto. Una mañana se armó de valor, descolgó el teléfono y entonó un sí rotundo por «responsabilidad y solidaridad». Ese día todo cambio. Ese día empezó a vivir la pandemia en la primera línea y reconoció una muerte que hasta el momento jamás había explorado. «El coronavirus lo ha cambiado todo. Hasta la muerte. Ahora estamos aprendiendo a marchas forzadas a enfrentarnos al fin de la vida de otra manera, desde otra perspectiva. Las despedidas son más rápidas, más íntimas y con menos días de duelo. Creo que esta nueva visión ha llegado para quedarse y la tendencia, a parte de las restricciones, será esta», asegura el propietario del tanatorio medinense de La Soledad, Julio Pichoto, que desde el pasado marzo y hasta mayo incineró a más de 165 fallecidos por la Covid-19 procedentes de tanatorios de Madrid.
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Su crematorio fue uno de los primeros de la provincia de Valladolid en ofrecer un servicio que «estaba literalmente colapsado. Llegabas a Madrid y era un desastre. No había capacidad para incinerar a tanta gente muerta». Fueron días y días con el horno en funcionamiento las 24 horas. Algo que «no habíamos vivido hasta el momento, ya que nosotros podríamos incinerar uno o dos a la semana como mucho, pero nunca ocho al día» recuerda Pichoto que, ante el ritmo frenético de trabajo, decidió llamar al fabricante del horno puesto que «tenía miedo a que reventara». Durante meses, los cuatro trabajadores de La Soledad, más un quinto que contrataron para poder dar servicio a toda la demanda, realizaban dos viajes diarios hasta Madrid. De madrugada. Solos por la carretera. Con un único denominador común: con muertos por covid. «La furgoneta que tenemos tiene capacidad para cuatro, pero cuando llegábamos allí nos pedían por favor que si podíamos apurar el espacio y meter a uno más», explica este profesional del servicio funerario de toda la vida que reconoce que «pasamos mucho miedo ya que era algo hasta el momento desconocido. Ahora con el paso del tiempo y con la segunda ola ya tenemos más información, pero al principio pensábamos que nos íbamos a contagiar».
Su bisabuelo ya tenía un tanatorio. Negocio que su padre heredó y que después decidió mantener él mismo ya que «es lo que he visto toda mi vida en mi casa». En enero de 2019 inauguró un nuevo tanatorio. Varias salas, espacios más amplios. Horno crematorio. Cafetería. Parking. Muebles de diseño. Líneas simples, limpias y colores neutros para despedir a los difuntos, que contrastan con un gran acuario situado en el hall principal, donde los peces se mueven de un lado a otro en un fondo azul eléctrico. El color más vivo de todo el tanatorio. Los catorce primeros meses fueron «los normales de un servicio fúnebre», indicó Pichoto, que señala que incluso en marzo «lo pasamos medianamente normal, ya que hasta el momento no había muchos muertos por covid en Medina del Campo y su comarca». Pero a finales de marzo, la epidemia se disparó. «Fue todo muy rápido. No sabíamos cómo teníamos que actuar. Cuál era el protocolo. Buscamos desesperados EPI (equipos de protección individual) y cada día era una incertidumbre», rememora el funerario, que después de la primera ola pudo relajar el ritmo de trabajo hasta «hace poco más de un mes y medio, cuando tuvimos un repunte de muertos en esta zona. Ahora parece que descendió de nuevo, pero si no tenemos responsabilidad estas navidades y no atendemos a las normas y hacemos lo que nos da la gana se complicará de nuevo la cosa», vaticina el funerario.
Especiales coronavirus
Los fallecidos llegaban en ataúdes preparados para ser incinerados con una pegatina identificativa. Todo perfectamente sellado. Sin barnices. Sin adornos metálicos. Algo que «también está cambiando, ya que antes la gente siempre buscaba un ataúd no tan simple, pero ahora todo es diferente». La madera es sostenible, de rápida combustión. Dos horas y media a 900 grados. Y después, todo cenizas. «Muchas familias nos llamaban por teléfono para hacer todos los trámites y con desconfianza de que pudiéramos cometer el fallo de cambiar las cenizas por otras», comentó Pichoto, quien relata que «fueron muchas horas de trabajo, de angustia, todos en casa arrimamos el hombro, ya que sin la ayuda de mis hijas y mi mujer no podríamos haber realizado el trabajo, pues la demanda fue brutal».
Las urnas se fueron acumulando hasta tal punto que tuvieron que «mandar algunas por mensajería a toda España, ya que con las medidas de confinamientos perimetrales fue imposible para muchos familiares desplazarse hasta aquí».
La mayoría de fallecidos incinerados procedían de residencias de ancianos. Después, la media de edad empezó a descender. «Un día, pasando los datos, vi a un hombre que tenía mi edad, 57 años, y me entró un escalofrío, podría haber sido yo perfectamente», recuerda Pichoto. le conmovió especialmente el acta de defunción de un policía local de poco más de 40 años. El cuerpo llegó desde Madrid no en la furgoneta, sino en el coche fúnebre, como quiso la familia. Escoltado por municipales que dejaron de vigilar las calles en pleno estado de alarma para trasladarse hasta Medina del Campo para despedir al compañero fallecido por coronavirus. «Fue una de las despedidas más emotivas y más significativas de la primera ola de la pandemia. Aquí, en Medina, también había policías locales para rendirle un homenaje de despedida. Nunca lo olvidaré».
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