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Dos simples cabos, junto a catorce «elementos indeseables» de la sociedad vallisoletana (zapateros, albañiles e, incluso, un confitero), fueron detenidos el 20 de febrero de ... 1937 acusados de urdir un movimiento subversivo destinado a recuperar la ciudad del bando sublevado, con vistas a «radiar su acto a otros regiones para ayudar al gobierno rojo de Valencia». Y todo ello con un arsenal en su poder conformado por tres revólveres y una pistola. Nada más. Los dieciséis fueron arrestados el mismo sábado (20 de febrero) que iban 'a tomar' Valladolid, juzgados y sentenciados a muerte tres días después y ejecutados en el paredón de las cascajeras (antiguas graveras) de San Isidro, un montículo sobre el que hoy se asienta el colegio Narciso Alonso Cortés, donde fue aplacado a tiros tan singular conato de rebelión (contra los sublevados) en los primeros meses de la Guerra Civil.
Las historias de todos ellos, documentadas en la sentencia que les condenó a «ser pasados por las armas» y en las actas de su ejecución, reviven ahora, 85 años después, con la recuperación de sus dieciséis cuerpos de la fosa común número seis del cementerio de El Carmen. Allí fueron conducidos sus restos el mismo 24 de febrero en el que fueron abatidos por un pelotón de fusilamiento. Dos de ellos, al menos, presentaban signos de haber recibido tiros de gracia en sus cabezas, una sorprendente deferencia de los ejecutores para sus compañeros de armas. Serían los cabos Raimundo Atienza y Eugenio García, destinados entonces en el regimiento de San Quintín y en el parque de Artillería del Pinar, a los que el tribunal militar que les sentenció a muerte apuntó como cabecillas de aquella trama que pretendía «desencadenar en la retaguardia (léase Valladolid) un foco subversivo que se extendiese a todo el territorio liberado por el Glorioso Ejército».
Y quizás lo pretendieran. Pero lo cierto es que aquel fallo, dictado y ejecutado en cuatro días, parece conceder a los 'sublevados' un papel mucho más relevante que choca de manera frontal con los medios que tenían a su disposición:tres revólveres y una pistola. Con ellos, liderados por los dos cabos, con una hueste formada por zapateros, confiteros, albañiles y jornaleros, entre otros modestos oficios, tenían previsto desencadenar aquel 20 de febrero de 1937, siempre tal y como recoge el fallo de sus condenas, «una criminal subversión para conseguir primeramente que cesase el envío de tropas a los frentes». Para este primer objetivo, en teoría, uno de los cabos iba a tomar literalmente el depósito de armas del Pinar, a conseguir allí el apoyo de un sinfín de reclutas afines y a dirigirse después en «tres camiones repletos de fusiles y líquidos inflamables» a liberar las cárceles de la ciudad, que rebosaban entonces de represaliados, y a cortar las comunicaciones de la ciudad (demoliendo con explosivos los puentes de Viana y Cabezón). Y todo ello, y así lo recoge el fallo en alusión a un evidente futurible que nunca llegó a ocurrir, al grito de «abajo la guerra, viva España libre o muera Falange».
El movimiento subversivo tomaría entonces la ciudad, la aislaría y la convertiría en el primer foco de «oposición al Movimiento Salvador» que entonces dirigía ya desde Burgos «el Generalísimo de los Ejércitos Nacionales –Francisco Franco–». Así que ante semejante plan, abortado con la detención de una veintena de personas, dieciséis de ellas fueron condenadas a muerte por un delito de rebelión militar con la agravante del «gravísimo daño que pudieron producir a los intereses generales de la nación». A los otros cuatro les conmutaron la ejecución debido a que eran menores.
Una nota perdida en un periódico repleto en aquel entonces de exaltaciones del movimiento nacional certificó el 25 de febrero de 1937 el 'cumplimiento de sentencias a penas de muerte' impuestas a los dieciséis vallisoletanos condenados un par de jornadas antes en consejo de guerra a ser pasados por las armas por un delito de rebelión, que fueron ejecutados el día anterior en las cascajeras (graveras) de San Isidro y enterrados con lo puesto en la fosa número seis para represaliados abierta en el cementerio de El Carmen.
Los dieciséis «elementos subversivos» pasaron cuatro noches en las 'cocheras de tranvías' (un inmueble de ladrillo, aún propiedad del Ejército y en uso como oficinas, que se conserva en el paseo de Filipinos), que ejercieron como cárcel hasta 1940, antes de su ejecución en el paredón de San Isidro el 24 de febrero de 1937. Sus cuerpos fueron tirados después a una fosa común de El Carmen, en la que los dieciséis, según todos los indicios, acaban de ser recuperados por los arqueólogos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que ya han exhumado sus cuerpos, junto a otros trece fusilados de Laguna de Duero (incluido su entonces alcalde) y once más de Tudela de Duero.
Los dieciséis de Valladolid, cuyos nombres fueron publicados en este diario al día siguiente de su ejecución, fueron los cabos Raimundo Atienza y Eugenio García;los zapateros Luis Riego, Antonio Paniagua, y Jacinto Muñoz;los albañiles Anastasio Morencia y Francisco Pérez; los empleados Julio Alonso y Enrique Gutiérrez;los jornaleros Andrés Toquero y Ángel Varela; el industrial Tomás Gómez;el chófer Arsenio Flechoso;el cestero Luis Rodríguez;el mecánico Bautista Catalá, y el confitero Mariano Calleja. Todos ellos, a tenor de la sentencia dictada el 23 de febrero de 1937, pudieron cambiar el curso de la Guerra Civil de haber triunfado su rebelión.Para ellos contaban con tres revólveres y una pistola. Nada más. Una lluvia de balas de 'mouser' sesgaron sus vidas hace 85 años.
La rebelión de los 'tres revólveres' se habría gestado durante meses con reuniones en dos negocios hoy desaparecidos, como fueron la zapatería Jacinto Muñoz (su dueño figura entre los ejecutados) y el café Yago, un negocio más conocido que funcionó hasta mediados del siglo XX, situado en la calle Santiago y que había abierto sus puertas un año antes de la contienda. «En aquellos primeros meses de la guerra se realizaban de manera periódica picos de represión en función de los avances del bando sublevado para mantener el miedo entre la población y este caso bien pudo ser uno de ellos», apunta el arqueólogo y presidente de la ARMH, Julio del Olmo, responsable de las exhumaciones de las tres últimas fosas comunes localizadas en el cementerio de El Carmen, de la que se han exhumado ya 61 cuerpos y en las que la documentación sitúa, al menos, a 166 personas enterradas entre los años 1936 y 1938.
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