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En una época en la que cada llamada telefónica era casi un milagro, las telefonistas se convirtieron en las guardianas de la comunicación en los pueblos de Valladolid. Cada día, desde las primeras luces del alba hasta el ocaso, estas mujeres se entregaban a su ... labor con una dedicación sin igual. Sentadas ante sus centralitas, con sus auriculares ajustados y sus ágiles manos en las clavijas, hacían posible la comunicación en un tiempo en el que las distancias eran mucho más largas que ahora. Estas mujeres eran confidentes silenciosas, consejeras, secretarias, dependientas y lo que hiciera falta, para aquellos que les confiaban sus llamadas y telegramas más íntimos y urgentes. Conocían los secretos y las historias de cada vecino del pueblo, y con ellas, la discreción estaba totalmente asegurada.
Su trabajo requería de mucha paciencia, don de gentes y capacidad para manejar un alto nivel de estrés. Su sutileza y voz dulce resultaban perfectas para un trabajo, que aunque empezó siendo masculino, con los años se fue feminizando. Siempre con alguna salvedad. Ahí está el ejemplo de Emilio, el que fue telefonista durante muchos años en San Miguel del Pino. Estas profesionales establecían las conexiones para que aquellos que tenían teléfono, pudieran hablar desde sus casas, mientras que los vecinos que no lo tenían, acudían a sus locutorios a establecer sus conferencias. Eran muchas las ocasiones en las que, tras recibir una llamada, estas guardianas de las comunicaciones tenían que salir corriendo hasta la casa de un vecino para dejarle recado. Eran transmisoras de muchos buenos mensajes. Pero también fueron portadoras de algunas malas noticias en caso de accidentes u otras desgracias.
En 1924 en España había 300 centralitas locales. Treinta años más tarde, había más de 10.000. Gracias a Telefónica, cientos de mujeres encontraron una oportunidad laboral y de independencia económica y social, algo muy difícil para las féminas en aquella época, y más todavía, en el medio rural. Hoy, en un mundo cada vez más hiperconectado, conviene recordar aquellos tiempos en los que la comunicación era un arte que requería paciencia y dedicación. Isabel, Mari Carmen, Charo, Sagrario y otras muchas, representan las voces de una época. Fueron testigos y también protagonistas de muchas historias de antaño. Por eso, El Norte, ha querido hablar con ellas y poner en valor este oficio ya extinguido.
Isabel Alonso Sánchez (77 años) Telefonista de Castrejón de Trabancos
A sus 77 años, Isabel Alonso guarda con mimo y celo algunos documentos y viejos telegramas de los años en los que se ocupó de la centralita de Castrejón de Trabancos, su pueblo. Son oro molido. Comunicaciones en las que cada palabra tenía un valor monetario, por eso, requerirían de gran habilidad y creatividad lingüística para economizar. Como aquel enviado a principios de la década de los 70 que decía «No tiñen traje» y estaba firmado por una tal Tina o aquel otro enviado por Juanita en el que explicaba que «Tía Manolita operada. Quedó bien. Abrazos». Para Isabel son el mejor recordatorio de aquel tiempo en el que fue inmensamente feliz trabajando como telefonista. «Yo ya estaba casada y mis hijos eran pequeños. Mi marido y yo compramos la casa donde estaba la central de teléfono y nos ofrecieron llevar el servicio en 1973 cuando se jubiló la anterior titular. No sé ni cómo lo hacía, tenía que atender las llamadas, poner conferencias y gestionar telegramas con los niños rondando y llorando a mi alrededor», cuenta entre risas.
Isabel y su marido Javier, atendieron diligentemente el teléfono durante siete años, hasta 1980, cuando en su zona el sistema dejó de conmutarse manualmente y pasó a ser automático. «Recuerdo perfectamente que el 20 de noviembre de 1975 llegó un telegrama dirigido a José Carbonero, el que entonces era alcalde de Castrejón. En él ponía de forma muy escueta que había fallecido Francisco Franco. Creo que ese mismo telegrama llegó a la vez a todos los alcaldes de España», comenta.
Siempre intentó dar un buen servicio a sus vecinos y ayudarles en lo que podía. «Muchas veces me llamaban por la centralita y me pedían el favor para que avisara a alguna vecina para que fuese a una hora determinada para una conferencia. Yo siempre daba el recado. A veces las vecinas también me echaban una mano con la centralita mientras los domingos me iba un rato de paseo con mi marido y los niños», comenta.
Mari Carmen Rico Arriero (67 años) Telefonista de Rueda
A Mari Carmen le brillan los ojos al recordar sus años de telefonista en Rueda. Era muy jovencita cuando la titular de la centralita la contrató como telefonista ayudante. Trabajaba con horario partido. «En Rueda, la mayor carga de trabajo llegaba a partir de las 20:00 horas, cuando los camioneros terminaban su jornada y tenían que llamar a sus casas o a sus empresas desde la gasolinera o el restaurante. A muchos ya les conocía sólo por la voz. Había una bodega en particular que igual hacía 15 ó 20 llamadas al día. Teníamos muchísimo trabajo», cuenta Mari Carmen. «Recuerdo que en aquella época llamar a La Seca, era gratis y había gente que se tiraba una hora hablando. Les tenía que cortar porque se ponían de palique y me tenían la línea ocupada», prosigue.
Recuerda haber vivido situaciones complicadas, sobre todo cuando tenía que ser portadora de malas noticias. «A veces nos llamaban desde el extranjero y teníamos que avisar a la Guardia Civil para que ésta comunicara algún accidente o fallecimiento a algún vecino del pueblo. En alguna ocasión también me tocó a mí hacerlo directamente y eso era realmente duro», comenta Mari Carmen. «En verano el locutorio se nos llenaba de veraneantes. Se sentaban en los bancos y se tiraban una hora esperando a que les tocara el turno de llamar. Esos ratos eran muy entretenidos», añade.
Todavía recuerda cuando en 1980 se automatizó el servicio y retiraron la centralita. La primera casa del barrio que tuvo teléfono fue la suya. «Todas las vecinas se apuntaron nuestro número y la centralita pasó a ser mi casa. Era como seguir trabajando, ya que me tocaba ir de punta a punta de la calle dando recados a las vecinas», subraya. Cuando terminó su contrato con Telefónica, Mari Carmen estuvo cinco años trabajando como operadora en el hospital de Medina del Campo. «El teléfono siempre me gustó. Disfruté muchísimo con este oficio. El sueldo no era muy alto pero en aquella época, en la que no había mucho trabajo para las chicas, era una suerte que te cogieran de telefonista», concluye.
Charo Rodríguez Vega (68 años) Telefonista en Alaejos
«Mis hijas me pusieron la serie de 'Las chicas del cable' y me sentí totalmente reflejada. Era un trabajo precioso. Me encantaba poder ayudar a las personas», dice con cierta añoranza Charo Rodríguez. Ella asegura que ha tenido muchos oficios tras el de telefonista en Alaejos, pero en ninguno ha sido tan feliz como poniendo conferencias.
Tenía tan sólo 15 años cuando el matrimonio titular la contrató para echarles una mano con la gestión de la centralita. Le encantaba la atención al público. Desde 1971 hasta 1981 atendió miles de llamadas y gestionó otros tantos telegramas, pero hay una comunicación que recuerda con especial cariño. Fue aquella que recibió en 1975 en la que llegó un telegrama dirigido al que entonces era su novio y hoy su marido. «Le escribían para decirle que se licenciaba. Recuerdo dar saltos de alegría e ir corriendo a contárselo», dice con un brillo en los ojos. «También recuerdo una chavala cuyo novio tuvo un accidente y estuvo ingresado en la Unidad de Quemados de Madrid. Yo hacía lo posible y lo imposible para que esta chica pudiera hablar todos los días con él. Para mí, mi mayor motivación era ayudar a la gente», destaca.
La primera centralita que manejó sólo tenía dos líneas. «Con ella sólo podían estar hablando dos personas del pueblo a la vez. Con el tiempo nos la ampliaron para que desde Alaejos pudiéramos poner las conferencias de Siete Iglesias, Castronuño y a Villafranca de Duero. Cuando había algún accidente, a veces la Guardia Civil nos llamaba para dejáramos las líneas libres. En este trabajo aprendí lo que era el secreto profesional y a ser muy discreta», afirma. «La tecnología avanzó muy rápido en poco tiempo. En 1978 empezaron a saltar los primeros contestadores automáticos. Me resultaba tan curioso que llamaba varias veces sólo para escucharle decir que no había nadie en casa y que llamáramos más tarde», confiesa entre risas.
Las comunicaciones en aquella época no eran fáciles. En ocasiones era toda una odisea contactar con pueblos de provincias limítrofes como Zamora o Salamanca. «Tenías que pasar con hasta 3 ó 4 operadoras y si se cortaba la llamada, te tocaba volver a empezar de nuevo. Fui realmente feliz en aquel trabajo y tenía unos jefes maravillosos. En un día entero había menos llamadas que ahora en una hora. Los ratos libres los aprovechaba para leer y para hacer ganchillo», remata.
Sagrario del Río Pericacho (71 años) Telefonista de Cervillego de la Cruz y Rubí de Bracamonte
Sagrario del Río comenzó como telefonista en Cervillego de la Cruz, ayudando a su padre y sus hermanas con una centralita de manivela que se instaló en 1964. Con los años, asumió la responsabilidad de gestionar la centralita de Rubí de Bracamonte que daba servicio a varios pueblos y de la cual dependían varias telefonistas, entre ellas, Isabel, de Castrejón de Trabancos. «Se pagaba por minuto y una llamada media podía costar unas tres pesetas. Teníamos que apuntar todas las gestiones que hacíamos al cabo del día y al final de mes dábamos las cuentas a los responsables de Valladolid», comenta.
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Miguel García Marbán
La época más fuerte de trabajo siempre coincidía con las navidades. «Era terrible. Todo el mundo quería llamar a la vez. Recuerdo que en una ocasión, un señor de San Vicente del Palacio quería establecer una conferencia con Madrid. Le dije que tuviera paciencia porque había mucha demora y se enfadó tanto que se vino desde San Vicente hasta la centralita de Rubí de Bracamonte para ponerme de vuelta y media», cuenta entre risas.
Esta veterana telefonista presume de buena memoria y asegura que todavía recuerda el número de teléfono de muchos abonados. Por las noches se turnaba con su hermana para hacer guardias. «Cuando una conferencia duraba más de la cuenta, nos teníamos que meter en la línea y decir: «¿Hablan?». A veces, era inevitable escuchar parte de la conversación. Aunque he de reconocer que me gustaba cotillear un poquito», confiesa Sagrario. «Teníamos prohibido dejar el aviso para que alguien estuviera preparado para una llamada, pero en los pueblos pequeños lo hacíamos todas. Lo único que queríamos era ayudar a la gente. La guardia civil hacía ronda por diversos pueblos y para justificar que habían estado en un pueblo concreto, venían a la centralita porque sabían que siempre había alguien, para que les firmáramos el parte. Un sargento me llegó a ofrecer un arma para estar protegida por la noche, pero yo no quise quedármela», recuerda.
A sus 90 años, Lucía Hernández recuerda perfectamente sus décadas de trabajo en la centralita de Villalar de los Comuneros. Una responsabilidad que compartía con sus hermanas Agustina y Herminia. «La centralita se inauguró en 1960. Telefónica buscó un lugar en el centro del pueblo para instalarla y eligió nuestra casa pensando en que como éramos tres hermanas la podríamos atender bien», relata. Al principio dependían de la central de Tordesillas, con el tiempo, pueblos de la comarca como Pedrosa del Rey, Casasola de Arión, Vega de Valdetronco, Marzales, Gallegos de Hornija, Tiedra y San Salvador, pasaron a depender de su centralita de Villalar. «Era un trabajo muy esclavo. Teníamos que estar las 24 horas del día pendientes y todos los días del año, para que al final, nos pagaran poquísimo. Telefónica no se portó muy bien en ese sentido. Aguantamos porque no había otra cosa y porque lo que hacíamos nos gustaba, pero nos tendrían que haber pagado mejor». El recuerdo más nítido de todos aquellos años tras el teléfono tiene una fecha muy concreta: 23 de febrero de 1981. «El 23F me pasé toda la noche de guardia ante el cuadro de la centralita y con dos policías delante de mí. No pasé miedo, pero fue una noche muy larga en la que las centrales de teléfonos estuvieron muy vigiladas», recuerda.
Montse de la Mora tenía 16 años y estaba estudiando en Badalona cuando su madre fue nombrada titular de la centralita de teléfono de Valdenebro de los Valles. Durante 8 meses compartieron la responsabilidad de atender el locutorio telefónico que estaba instalado en el Ayuntamiento. «Era el año 1975 y entonces sólo había cinco teléfonos en el pueblo. La centralita era de madera y cada vez que tenían que hacer una llamada, nos pedían a nosotras que la enrutáramos. No podíamos hacerlo directamente, dependíamos de la central de Rioseco. Era un sistema muy primitivo. En Badalona, en cambio, todo estaba mucho más adelantado. Teníamos un teléfono de ruleta y podíamos llamar directamente sin pasar por una operadora», recuerda. «A mí no me gustaba pasarme todo el día delante del teléfono. Me parecía muy aburrido porque tenía pocas llamadas», añade.
Cada día al salir de la escuela de Urueña, Jose Flor Rodríguez corría para echar una mano a su madre, Marcelina, la titular del servicio. Tenía tan sólo 13 años. Así estuvo hasta 1979, cuando cumplió los 19 y se casó. «Me gustaba mucho el trabajo. Dependíamos de la centralita de Villabrágima y cada vez que llamaban a alguien del pueblo iba corriendo a avisarle para que le costara menos la conferencia. Lo más difícil era llevar las cuentas y lo más triste era tener que avisar de los fallecimientos, algo que era bastante habitual», cuenta Jose Flor. La centralita estaba situada en la casa del ayuntamiento. «Pasábamos allí el día entero y por la noche cerrábamos. Fue mi primer trabajo y fue muy especial para mí. Era muy entretenido».
Durante once años, María Jesús González se hizo cargo de la sucursal telefónica de Wamba, dependiente de la central de Villanubla. «Era un trabajo bonito y entretenido. Pero quedé harta de tanto teléfono», confiesa entre risas. «Para una chica joven como yo, encontrar trabajo en el pueblo era una gran suerte. Cuando yo no podía, me echaba una mano mi madre. Al principio la centralita estaba en el Ayuntamiento, luego nos la instalaron en casa y era todo mucho más cómodo. Me sabía todos los números de memoria y la época de más trabajo era en el verano, cuando la gente que estaba fuera regresaba al pueblo», comenta.
Corría el año 1972 cuando la madre de Aurora Román pasó a ser la titular de la centralita de Serrada, dependiente de Viana de Cega. Era una jovencita muy espabilada, de tan solo 16 años y con muchas ganas de trabajar. «Prácticamente atendía yo el servicio durante todo el día. Incluso me quedaba por la noche», comenta. «Cuando me casé con 19 años lo dejé y mi madre continuó unos años más. Primero nos instalaron un panel de madera en la cocina que teníamos. Luego hicimos un pequeño locutorio. Me gustaba mucho el trabajo. Cuando se automatizó el servicio, el señor Paredes, que era el responsable, me ofreció quedarme a trabajar en Telefónica, pero por circunstancias de la vida, no pude», recuerda. «Creabas buenas relaciones con los interlocutores y también con las compañeras de otros pueblos. Aprendí muchas cosas y muchos nombres de otras poblaciones que no había oído nunca. En verano a Serrada iban muchos obreros de Andalucía que acudían a la centralita a pedir conferencias y a mí se me pegaba su acento. Fue una experiencia muy bonita», concluye.
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