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En esa burbuja de casas adosadas enclavada en la Campiña del Pisuerga que es San Martín de Valvení, a poco más de veinte kilómetros de la capital, ya no queda casi nadie. Una de sus vecinas más longevas, Maura Nieto –89 años, camisón rosa fucsia, zapatillas de estar por casa azul marino y bufanda sobre los hombros del mismo color–, ha sido testigo de la sangría demográfica que ha experimentado San Martín en las últimas décadas. Tarda unos minutos en responder a la llamada del pescadero para que salga a la puerta de su domicilio a comprar género porque, dice, no oye «bien». Asoma la cabeza de forma tímida y se santigua. «Es algo que hago siempre que salgo a la calle», asevera. Cuenta que a ella, eso de estar todo el día encerrada en casa, le «cuesta un poco». Aunque reconoce que no se ha saltado el encierro domiciliario obligatorio. «No, no, ni hablar. Solo salgo a por pan o para comprar pescado».
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Un paseo por las arterias de su «querido» San Martín, el municipio que le ha visto nacer y crecer, era su principal ejercicio de distracción. Ahora, afirma, «limpiar y hacer la comidita» copa la gran parte de su tiempo. «Echo de menos salir a caminar; así estamos, tirando para adelante por lo menos. A saber hacia dónde iremos», apostilla. A Nieto, además, le cuesta creerse «todo lo que se ha montado por una enfermedad». «Nunca jamás había visto nada igual, ni por un virus ni por nada», añade.
Unos metros más adelante, en la Plaza Mayor, vive Plácida Álvarez, que tiene 65 años y es la alguacila de la localidad. Les separa una distancia reducida, pero llevan sin verse «lo menos quince días». Ni tan siquiera coinciden a la hora de llenar la despensa porque los vendedores ambulantes acuden casa por casa. «Pues sabemos los unos de los otros lo que oímos de casualidad por el pueblo si coincides con alguien, pero vernos no nos vemos».
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