Buscan un inmueble, generalmente a la venta, situado preferentemente en los barrios de Las Delicias, Pajarillos o La Rondilla y lo vigilan «muy de cerca» durante una semana para cerciorarse de que nadie acude a él. Cuando esto sucede, inmediatamente cambian el bombín de ... la puerta, enganchan el cableado de luz a la comunidad de vecinos y esperan entre siete y diez días más para comprobar si el propietario o la inmobiliaria que lo anuncia se desplazan hasta allí. Una vez transcurrido ese tiempo, y siempre y cuando no se produzcan movimientos en torno al piso, lo asaltan, lo vacían «entero» –se deshacen de todo el mobiliario;o bien se lo ceden a algún conocido o lo venden como chatarra– y, o se instalan en él o lo alquilan a un tercero, normalmente una familia vulnerable con necesidad de un techo bajo el que poder vivir. Esta compleja técnica prolifera tanto en Valladolid ciudad como en la provincia como uno de los 'modus operandi' en auge en la ocupación ilegal de viviendas.
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Más sobre la okupación en Valladolid
La «gran mayoría» de las veces, según confirma la Policía Nacional, quienes lo ejecutan son personas a las que, a pesar de incurrir en un delito, la carencia les empuja a tirar la puerta e instalarse en el domicilio de forma ilegítima y violenta. Otras, sin embargo, la ocupación está impulsada por grupos organizados que se encargan de irrumpir en pisos vacíos para, posteriormente, venderlos o alquilarlos a un tercero. Es lo que se denomina la «venta de llave»: se la entregan a la persona captada para asentarse en la casa a cambio de una cantidad mensual de dinero que puede alcanzar los 400 euros, si bien el precio varía en función de la ubicación.
El grupo tercero del Cuerpo Nacional de Policía de la Comisaría de Las Delicias contabiliza que, en la actualidad, operan en la ciudad dos organizaciones de estas características. Tuvieron constancia por primera vez de su existencia hace ahora seis años, en 2014, y desde entonces esta práctica se ha ido expandiendo por la ciudad. En lo que va de año, los agentes han detectado cincuenta nuevas ocupaciones, la mitad en Las Delicias, trece en Rondilla y doce en Pajarillos. En 2019, esta cifra ascendió hasta las 168 y se ordenaron siete desalojos, cinco ejecutados y dos sin conflicto porque se alcanzó un acuerdo con el propietario. No obstante, desconocen cuántas pueden estar controladas por estos grupos –son dos familias, una de Delicias y otra de Rondilla, aunque relacionadas entre sí– por la dificultad que implica identificarlos, ya que el líder en cuestión «enmascara» los contratos de alquiler con identidades falsas, de terceros que conocía con anterioridad –por arrendamientos previos–.
Pillándoles 'in fraganti' intentando cambiar la cerradura de una vivienda o tratando de acceder a su interior por la fuerza. Esa es la única vía que contempla el Grupo tercero del Cuerpo Nacional de Policía de Las Delicias para frenar la ocupación ilegal. El motivo, según explican los agentes, es porque en el momento que estén dentro y se les quiera desalojar, ya tendría que ordenarlo un juez. Sin embargo, si les interceptan mientras pretenden acceder al piso en cuestión, podrían detenerle por un intento de robo con fuerza. Todo, tras la pertinente identificación y localización del propietario del inmueble.
Por lo general, estos colectivos son reducidos –no más de cuatro o cinco miembros– y tienen una estructura jerárquica. El cabecilla es el encargado de elaborar contratos falsos al arrendatario. Su mano derecha es quien busca las casas, 'seduce' a los futuros okupas y se encarga de cobrarles la renta. La organización la conforman, además, «una o dos» personas más, que son los que abren la vivienda, cambian la cerradura y acoplan la luz.
No son peligrosos. No, al menos por la ocupación de viviendas, aunque están relacionados con otro tipo de actividades como robos o tráfico de drogas.
El corazón de la usurpación de viviendas en Valladolid se localiza en Las Delicias. Aunque esta realidad no le es ajena a Pajarillos (los bloques del 29 de octubre, principalmente), Rondilla, Arturo Eyries, Huerta del Rey, Barrio España y Parquesol, donde hace quince días los vecinos se movilizaron para frenar la ocupación de uno de los chalés de lujo de Martín Santos Romero.
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Sin embargo, es en Caamaño y Aaiún, muy cerca del Parque de la Paz, donde se ubica la zona cero. Donde, a día de hoy, se tiene constancia de la existencia de más pisos ocupados y tapiados. También vacíos. Allí, además, los bancos poseen numerosas casas deshabitadas. Todo ello ha convertido a la intersección entre estas calles en foco de atención de los okupas. Circunstancias idóneas para persuadir a quienes buscan un techo y no encuentran la forma de costearlo. Pero esta práctica, aunque en menor medida, también se extiende por vías como Hornija, General Shelly, Paseo de San Vicente, Celtas Cortos, Padre Manjón y Las Viudas. Aunque son muchas más.
Un paseo por el entorno es suficiente para comprobar cómo la actividad de estos colectivos arrecia sobre la barriada. Cables suspendidos por las fachadas y ventanas rotas son una estampa habitual. En una mañana es posible identificar al menos quince pisos con inquilinos ilegales. La mayoría, en Caamaño. Y ninguno reconoce haber pagado una cuantía económica a cambio de poder quedarse allí.
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Hay incluso bloques con varios pisos ocupados. Uno de ellos es el número 70 de la citada vía. Ahí, admite la presidenta de la comunidad, María H. –pantalón de chándal gris, camiseta blanca y pelo castaño recogido–, irrumpir en viviendas es el pan nuestro de cada día. Cuenta que, hace dos años, dos familias se colaron en casas de una entidad bancaria. Y ahí siguen. Antes eran propiedad de dos chicos, pero desconoce qué fue de ellos. Pese a todo, no se «quejan» porque, dice, «no dan problemas». «Hacen ruidos porque son muchos niños, pero comparado con lo que hemos tenido antes... Porque estos viven aquí desde hace dos años, pero estas casas llevan ocupándose desde hace más tiempo», sostiene esta mujer, residente en la zona «de toda la vida».
Dos pisos más arriba, en el quinto, vive Merche con su marido y sus siete hijos menores de edad. Abre la puerta con el rostro desencajado. Hace tiempo que nadie intenta, en vano, llamar al timbre, pese a que la cerradura está visiblemente deteriorada y la madera, degradada. La parte inferior del marco está colmado de restos de cemento. «Un día pillé a un albañil que contrató el banco intentándome tapiar la puerta; llegaba por la mitad, pero conseguí que se fuera y mi marido y yo lo quitamos rápidamente», justifica esta mujer, de unos cuarenta años y de etnia gitana.
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Reconoce que son okupas, pero rezan en clave de necesidad. No les quedó «otra opción». En febrero, un «conocido» le dijo que la casa estaba vacía y se metió. Así de simple. «No nos alquilan las casas por el simple hecho de ser gitanos; si a mí me dicen que me la alquilan por un precio que podamos pagar, nos vamos. Somos los primeros que no queremos estar en esta situación, sentimos que hay veces que nos miran mal, pero es que no nos ha quedado otro remedio, no podíamos quedarnos en la calle con siete niños», asegura.
Confía en que «pronto» puedan regularizar la situación. Su marido «hace chapuzas» y ella ha solicitado el Ingreso Mínimo Vital. Mientras tanto, insiste, «si hay que pagar la comunidad, se paga». «No nos quitamos de pagarla, ni mucho menos. Tenemos agua y luz legal, pues pudimos darnos de alta porque, cuando llegamos, como había solo tuvimos que hacer un cambio en el nombre del titular», añade.
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Justo al lado está Isabel Hernández con su marido y sus tres hijos. También es okupa y coincide con Merche en la razón por la que es «muy difícil conseguir que te alquilen un piso»: «Que se sepa que es por racismo, que como somos gitanos no nos lo alquilan», lamenta esta mujer, de unos cuarenta años, mientras se coloca la mascarilla por encima de la nariz. «En el momento que pueda, me marcho de aquí y vivo de forma legal. Lo tengo clarísimo», apostilla Hernández, quien anticipa que el dueño, el banco, no se ha puesto en contacto con ellos. «Nadie nos ha mandado ninguna citación ni nos ha dicho nada, pero que sepan que en cuanto podamos nos vamos de aquí; los vecinos se portan muy bien, la convivencia es buena, pero queremos que la situación sea legal lo antes posible», continúa esta vallisoletana, vecina de La Rondilla hasta la edad adulta.
Unos metros más adelante, en la intersección entre Caamaño y Aaiún, en el número 64, la situación es aún más compleja. En este edificio, al menos cuatro viviendas están ocupadas ilegalmente. Así lo confirma la presidenta de la comunidad, quien prefiere mantenerse en el anonimato para evitar conflictos, aunque subraya que «llevamos tiempo tranquilos». «Ahora son familias extranjeras con niños que no dan guerra, nos llevamos bien y se puede hablar con ellos, pero tuvimos unos años de gloria que eso era horrible. Todo el día con voces y problemas», recuerda.
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Pese a ello, esta mujer exhibe su «preocupación por lo que pueda venir». Llevan más de una década sufriendo el asalto a pisos y «no creo que se solucione». «El problema son los bancos, que son los propietarios, porque llamas y no te hacen caso», insiste.
Pero, ¿qué opinan los vecinos de estas zonas? En Las Delicias, todos son «conscientes» de la realidad. En la calle Aaiún, a una vecina le tocó insonorizar la pared de su habitación porque en la casa contigua se coló «un grupo muy grande y estaban todo el día haciendo ruidos». Tanto ella como la veintena de vecinos que prestan su voz para alzarla contra estas prácticas que les «traen de cabeza», como se refieren, optan por no desvelar su identidad por «miedo a posibles represalias». Sin embargo, todos coinciden:«Da miedo hasta irse un fin de semana fuera por si vuelves y no tienes casa».
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Cuando esto sucede, para agilizar el proceso de abandono de las viviendas que han usurpado, cada vez es «más habitual» que el propietario del inmueble pague a los okupas una cantidad de dinero, que normalmente oscila entre 2.000 y 3.000 euros, para que se marchen. Una práctica que el abogado Javier Villanueva Larrosa, de IPL Legal Abogados, un bufete especializado en el desalojo exprés de inquilinos que están en un piso de forma ilegal, no comparte porque, sostiene, «es un modo de chantaje cuando están ocupando un piso de forma ilegal». Con su mediación, dice, logran que se vayan en un periodo de «tres o cuatro meses».
En lo que va de año, su despacho ha atendido tres casos de estas características en Valladolid. Dos se resolvieron por la vía judicial en un plazo medio de siete meses y en el otro ambas partes alcanzaron un acuerdo y en dos meses finiquitaron el conflicto. Asimismo, cabe destacar que en ninguno de ellos se ofreció una cuantía económica para que dejaran la casa.
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