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Una pintada con las palabras «Fuk police. Ángel. Acab» en una de las paredes coloreadas de un amarillo sucio da la bienvenida en la casa improvisada que Mari Ángeles Izquierdo, salmantina de 43 años, comparte desde hace tres años con otros cinco inquilinos –entre ellos ... su futuro marido– en la antigua oficina de los Centros Especiales de Empleo, en la calle Celtas Cortos de la capital, hoy un local semiabandonado reconvertido en hogar de quienes no tienen un techo bajo el que cobijarse.
Más sobre la okupación en Valladolid
Su interior se encuentra en un evidente estado de deterioro. Las baldosas del suelo, originalmente beiges, están pigmentadas con manchas negras, con restos de barro acumulados. Un reguero de basura apilada saluda a todo aquel que cruza la verja blanca de metal que se erige como escudo contra todos aquellos que intentan –en vano– que Izquierdo y sus «compañeros de piso», como se refiere, se marchen del espacio, ocupado de forma ilegal desde hace siete años. No tienen previsto irse. De hecho, lo están «diseñando» a su gusto. Lo que antes era un enorme almacén vacío, hoy es una vivienda sobre la que han levantado habitáculos. Vallas de obra recubiertas con sábanas, mantas y manteles separan los dos dormitorios del salón –primera habitación, a mano izquierda–, que ejerce como punto de encuentro para «matar» las horas, pese a que desde hace cinco meses allí duerme Gabriel Rodríguez, de 40 años. El confinamiento le pilló visitando a Izquierdo, su amiga íntima, y ahora, dice, aunque las condiciones son «precarias», no se ha replanteado irse. «Estamos bien; esto no es digno para nadie, así no se puede vivir, pero por lo menos estamos bien acompañados», asevera este hombre.
«Pues nosotros tan contentos de que se quede, ¿verdad? Pero tendremos que ponerle una cama, no va a dormir siempre en el sofá», subraya Izquierdo, ataviada con mallas de paisajes, chanclas grises, camiseta de rayas rojas de tirantes, pelo recogido y gafas redondeadas. Donde caben seis, caben siete. Lo tiene claro esta salmantina, que desde hace tres años, momento en el que llegó a Valladolid para cuidar» de su marido –que ya vivía desde hacía cuatro en este local– saborea el trago más amargo al que se ha enfrentado «nunca».
Es tan «duro» no poder comer todos los días, tener que ducharse tan solo dos veces a la semana –no tienen agua corriente; lunes y miércoles acuden a un albergue– y «pasar las horas mirando al techo» que, insiste, no se lo desea ni a su «peor enemigo». «La gente se cree que estamos aquí por gusto, ni que a mí me gustara estar rodeada de mierda y no poder estar en un sitio a gusto con mi marido», sentencia, al tiempo que desvela la «mala relación y las tensiones» que mantienen con los vecinos de la zona, una situación que dice no entender porque «no damos problemas ni hacemos mucho ruido». «Para ellos somos escoria, no somos humanos, pero es muy fácil hablar cuando tienes un techo bajo el que poder vivir», lamenta.
Sabe que lo que hacen «no está bien». Son «plenamente conscientes» de que han ocupado una vivienda de forma ilegal –dice que su pareja «pasaba por ahí, se la encontró abierta y entró porque no tenía casa ni sitio al que ir»–, pero justifica esta irrupción: «Es nuestra única alternativa para poder vivir». Ella está en paro; su marido cobra una pensión de 390 euros mensuales por una discapacidad del 80%. Se casarán el próximo 6 de agosto en el Ayuntamiento de Valladolid para «tener algo en regla». «No se puede vivir así, es indigno. A veces podemos comer, pero otras muchas no. Intentamos explicárselo a los vecinos, pero no nos quieren entender. Lo estamos pasando mal, solo pedimos que entiendan que es por necesidad, a nadie le gusta que le miren mal, por encima del hombro. Esto no es vida», explica.
No quiere «ni pensarlo», pero planea sobre el horizonte la posibilidad de que, tarde o temprano, tengan que abandonar esta oficina de la calle Celtas Cortos. Hace tan solo unos días les llegó una notificación del juzgado en la que, tal y como confirma, les emplazaban a una fecha –que no acertó a precisar– para que abandonaran el local o, en caso contrario, se procedería al desalojo. Pero lo recurrirán. Esta semana se reunirán con el abogado de oficio «para ver cómo lo podemos hacer». «Lo vamos a recurrir como vulnerable porque no cobro nada, no tengo ni pensión ni nada, y tengo a mi marido con un 80%de discapacidad. A ver dónde nos metemos si nos echan», indica Izquierdo.
«No hombre, no. ¿Cómo van a echarnos de aquí? Lo dice la ley, que todo el mundo tiene derecho a una vivienda digna. Y esto es de todo menos digno, pero lo que no puede ser es que nos quedemos en la calle», le interrumpe Mariano González, jubilado de 71 años que, «por circunstancias», tuvo que irse a vivir a esta oficina hace ahora tres meses.
Sus hijos, según cuenta, desconocen que reside allí. Cobra una pensión de 500 euros, y la mayoría lo destina a «ayudar» a quienes viven con él. «Les dejo lo que puedo, aunque al fin y al cabo nos ayudamos los unos a los otros», apunta este exfuncionario, quien revela que «nunca jamás» se imaginó tener que asentarse en un inmueble de forma ilegal. «Así es la vida, nunca sabes lo que te puede tocar, pero nadie está exento de que le pasen estas cosas», continúa.
Antes de salir la calle para dar un paseo o acudir hasta el centro social a comer, ducharse o cargar el teléfono móvil, deben organizarse. «Siempre» hay alguien en el interior «por si acaso». De esta forma se aseguran que «nadie hace nada». «Todo el mundo sabe que estamos aquí: policía, vecinos, el banco... No nos escondemos y si alguien viene a vernos, le abrimos la verja y le atendemos educadamente, que no somos delincuentes», insiste Mari Ángeles Izquierdo.
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