Valladolid
Familias completas están obligadas a vivir en una habitación por los caros alquileresValladolid
Familias completas están obligadas a vivir en una habitación por los caros alquileresAquella habitación de La Rondilla tenía dos camas, un ropero, la mesilla de noche y apenas espacio para nada más. Rosa, 48 años, llegada en agosto desde Perú, pagaba por aquel cuartito (¿qué serían, ocho, diez metros cuadrados?) 350 euros más los gastos generales de ... la vivienda. Compartía cuarto con su hija y el piso con otras compatriotas. Tres habitaciones de dos personas. Una individual. Los fines de semana, dos mujeres más, que trabajaban internas de lunes a viernes, llegaban para dormir en los sofás del salón. En total, hasta nueve personas en un pisito con cocina y un solo cuarto de baño.
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Estos pisos (compartidos por varias familias) son un fenómeno cada vez con más presencia en los barrios de Valladolid. El último censo de población y vivienda (con datos de 2021) dice que en la provincia hay 414 hogares en los que viven dos o más familias. La cifra ya se ha quedado corta. No solo por el palpable crecimiento de esta situación durante los últimos meses, sino porque, en muchos casos, esta realidad se produce de espaldas a los registros oficiales, con inquilinos que son migrantes sin papeles o con casos de subarrendamiento: personas que pagan al propietario de la casa y luego realquilan alguna de las habitaciones.
La vivienda (con sus precios disparados y disparatados) se ha convertido en un artículo de superlujo que se vuelve más inalcanzable aún para las personas con menos recursos.
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La red europea de lucha contra la pobreza (EAPN) ha analizado el esfuerzo que han de hacer las familias con bajos ingresos para aspirar a una vivienda digna. El indicador de partida es que el 34,9% de las personas pobres viven en alquiler (frente al 14,5% de quienes no lo son). El esfuerzo económico que hay que asumir para asegurarse un techo se lleva el 39,1% de los ingresos de un hogar pobre (tres veces más que para el resto de la población). Y esto lleva a buscar viviendas más pequeñas, con menos servicios, peor aisladas, ventiladas, equipadas… Y a que, en algunos casos, la única solución sea compartir casa para reducir gastos. Con familias enteras metidas en un dormitorio con derecho a cocina y baño.
Es el caso de Valentina, 32 años, quien vive junto a su hijo de 11 años en un cuartito en Delicias. «Tenemos dos camas, un armario, una mesa pequeña y no mucho más. No he querido decorar las paredes por si se dañaba algo y porque tampoco tengo el sentimiento de que esta sea mi casa», cuenta Valentina, una venezolana que desde finales de octubre está en Valladolid. Su meta es encontrar trabajo, un sueldo decente, un piso para ella y su hijo. Solos. Sin nadie en la habitación de al lado. Si un cepillo de dientes ajeno en el baño.
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De momento, comparte apartamento con otra mujer venezolana. Paga 275 euros, con agua, luz, gas aparte. Y tiene algunas ventajas: es un primero con ascensor, tiene balcón y, lo mejor, hay dos salones. Aún así, dice, compartir piso es incómodo. Pero es lo único a lo que puede aspirar. «Aún no tengo papeles: no puedo alquilar a mi nombre, los trabajos que consigo son en negro…». Limpia casas y recibe a cambio unos pocos billetes con los que llegar a fin de mes. En apenas unas semanas tiene por fin una cita para regularizar su situación. Ha llegado a España con una solicitud de protección internacional.
En Venezuela trabajaba como administrativa en un hospital. Cuenta que la mayor parte del salario lo recibía en negro. El tramo oficial se lo pagaban en bolívares. La parte B, en dólares. Y con el sueldo apenas le llegaba para vivir. «Los precios se dispararon en los últimos meses. Comer es muchísimo más caro que acá. Un yogur cuesta seis veces más», resume Valentina, quien confía en regularizar su situación y encontrar aquí un empleo como administrativa o 'community manager' («sería muy chévere si consigo eso»). De momento, el primer paso, es obtener los papeles.
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«Es fundamental para salir del círculo vicioso en el que estamos», dice Rosa. «Si quieres alquilar, te piden papeles. Si no tienes papeles, no consigues trabajo legal. Sin trabajo, no tienes dinero para alquilar». Ella también trabaja sin contrato legal. En limpieza, entre semana (300 euros que se come el alquiler). En cuidados, los fines de semana (110 euros que destina al resto de los gastos). Con todo lo dura que es, la situación aquí es más esperanzadora que en su país natal. Confía en conseguir pronto los papeles, en lograr un trabajo.
Allí, en Lima, trabajaba de administrativa en un colegio. Y en la ventanilla recibía a menudo peticiones del historial educativo de alumnas cuyas familias se venían a España a vivir, para acceder aquí a la Universidad y escapar de una inflación galopante. En apenas seis meses, un kilo de huevos (16 unidades, más o menos) pasó de 3,5 a 10 soles (de 90 céntimos a tres euros). Los tomates, de uno a seis soles el kilo. «Yo pensaba, ¿pero tienen plata para el viaje? Una amiga de mi hija nos contó que acá la educación era más accesible, pero nadie me explicó los problemas para trabajar sin papeles», reconoce Rosa, quien con su viaje a España escapaba también de una delicada situación con su pareja y con otro familiar.
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El primer cuarto en el que vivieron Rosa y su hija (estudiante de un módulo superior de FP) fue en esa casa de un solo baño y cuatro habitaciones en La Rondilla. Rosa consiguió un trabajo como interna en Las Rozas (Madrid) y aquí se quedó sola su hija. Buscaron un piso más barato y lo encontraron a finales de octubre en Delicias. Un quinto sin ascensor. Una habitación por 250 euros (300 si lo ocupaban dos personas, porque en el cuarto cabían dos camas). «Allí se fue a vivir mi hija, pero yo no la sentía bien. Estaba ojerosa, decaída, no hacía amigas», cuenta Rosa, quien regresó a Valladolid en diciembre. Se encontró un cuarto con un solo lecho. «¿Y mi cama?, pregunté. La casera me contestó: 'Yo dije que cabían dos camas, no que hubiera dos', me contestó». Pero lo peor era que no encendían la calefacción, que la mujer que les subarrendaba el cuarto no ponía la caldera (para hacer negocio con ellas y quedarse con parte del dinero que debía ir al propietario).
«La habitación era como cuando pasas por el pasillo de los congelados en el frigorífico. Los cristales sudaban de la condensación. Para entrar en calor nos poníamos un chalequito eléctrico que me dieron los jefes que tuve en Las Rozas. Cuando conseguí un trabajito por Navidades, del 22 de diciembre al 3 de enero en una casa interna, yo allí estaba en manga corta del calor que hacía y solo pensaba en mi hija muerta de frío», rememora Rosa.
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Rosa puso anuncios en las páginas web donde explicaba que buscaba otro piso. Las oportunidades casi siempre vienen de ahí o del boca a oreja, del amigo de un amigo, del conocido (normalmente un compatriota) que les cuenta de alguna oportunidad. Rosa encontró un cuarto que subarrendaba una familia en Parquesol. Esta misma semana se ha mudado a un nuevo piso, otro piso en ese mismo barrio, de cuatro dormitorios (uno de ellos, el salón reconvertido), con dos baños y cocina. «El cuarto es grande, con una cama de dos plazas, escritorio para que estudie mi hija, ventana que da a la calle y doble cristal. El baño está bien y la cocina pequeña, pero tiene lo básico». Es el quinto piso en los apenas nueve meses que lleva Rosa en Valladolid. «Nunca pensé que estaría como pelota de ping pong, de un lado para otro», dice. Y el precio se ajusta a su presupuesto. Una suerte, porque los alquileres se han disparado. «Me han llegado a pedir 525 euros por una habitación doble en un piso compartido».
Y eso, como punto de partida, porque los requisitos luego son muchos más. Y más estrictos para las personas extranjeras. «Suelen pedir contrato indefinido con, por ejemplo, tres años de antigüedad. Seguro de impago. Avales bancarios, que son difíciles para personas que no tienen familia u otro respaldo en el país», explica Marta Terán, trabajadora en el área de vivienda de Procomar-Valladolid Acoge.
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Desde esta ONG, Terán otea la realidad de la vivienda en la capital: «Los precios han subido muchísimo. Hoy es muy difícil conseguir algo por menos de 600 euros mes. Y eso hace que muchas familias migrantes tengan que compartir piso como única opción». En algunos casos, cuenta, con hasta tres o cuatro personas en una misma habitación. «La situación de hacinamiento está ahí. Y esto impacta en todo, en el descanso, la convivencia, el rendimiento escolar… Es un auténtico problema». En los casos de familias enteras que comparten piso, normalmente son familiares («es más fácil convivir con una hermana y su familia») o amigos y compatriotas.
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