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Estos días se celebra en Pucela la Feria del Libro Antiguo y de ocasión; y a primeros de junio tendrá lugar la edición 57 del Libro Nuevo que, según la propaganda, convierte la Plaza Mayor «en el epicentro de la actividad literaria y cultural». Este último evento se anuncia como el escenario que «ofrece un completo programa de presentaciones editoriales y firmas de autores, encuentros con literatos de primer orden, conferencias, actividades de animación a la lectura para los más pequeños o ciclos de poesía». Un lujo para la ciudad y para todos. Y aunque me sigue gustando el olor a nuevo de los ejemplares recién estrenados, confieso que últimamente utilizo casi tanto el libro electrónico como el de papel; primero, porque ya no tengo mucho espacio en la estantería para seguir acumulando ejemplares, y segundo porque en el ebook se pueden almacenar decenas de ellos en un cacharro que pesa doscientos gramos y que permite agrandar la letra, ideal para miopes como servidor.
Por si esa ventaja fuera moco de pavo, en Internet hay montones de textos gratuitos (nada de pirateo) que se pueden cargar y borrar sin necesidad de tenerlos almacenados ocupando espacio a lo tonto. Es cierto que el libro de papel nuevo huele a eso, a nuevo y a tinta, pero ocupa estantería y a veces hemos comprado un tocho que no se lo come ni Magú, que ignoro quién es pero suena bien. Por el contrario, si el tocho está dentro de la tableta, no cuesta nada cambiar de título o de autor sin necesidad de levantarse del sillón para buscar algo más liviano en la estantería. Otra fórmula bastante buena para leer en casa sin rascarse el bolsillo es sacar libros prestados de algunas de las buenas bibliotecas públicas de la capital, que incluso ofrecen la posibilidad de que sean también electrónicos: clásicos, modernos y gratuitos. Llegados a este punto, espero que mis amigos y familiares entiendan por qué no escribo mi biografía: primero, porque me da pereza ponerme a una faena tan ardua; y segundo porque prefiero leer (y criticar a saco) a otros autores.
Estas enormes facilidades de leer contrastan una enormidad con los poquísimos libros que podíamos comprar hace medio los que teníamos unos bolsillos muy depauperados que daban para comer, ir al cine o comprarse unos zapatos de siglo en siglo. ¿Que éramos unos incultos incapaces de diferenciar a Dostoievski de Marcial Lafuente Estefanía?, pues tienen razón, aunque raramente hablo de estas cosas con mis colegas del Lorenzo, porque si me pongo exquisito me caen las del pulpo y su cuñado. Además, como mentir es pecado, tendría que reconocer que el único libro que había en mi casa siendo un crío era uno heredado de mi abuelo, que en vida fue practicante de Villabrágima y que mi madre guardaba como oro en paño y con una punta doblada en la hoja donde se hablaba de las hemorroides. Nunca pregunté por qué, a pesar de que el citado tomo lo tengo yo y nunca lo he abierto, entre otras razones porque tardo menos en 'hablar' con Google de estas y otras cosas.
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Paco Cantalapiedra
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Pero aunque resulte difícil de creer, hubo una época en mi vida en la que dedicaba serios esfuerzos a desasnarme leyendo, aunque el resultado nunca fue del todo satisfactorio. En aquél tiempo, tuve la suerte de contar con media docena de amigos que me enseñaron a leer y, sobre todo, a reflexionar y analizarlo más tarde en unas tertulias en las que mezclábamos la tortilla y el vino con Engels, Marx, Mao y gente así de coñazo a la que me resultaba imposible entender porque me parecían unos pestiños de cuidado. Aún así, mi amigo Manolo Cantero me prestaba textos 'sencillitos' que yo intentaba digerir entre el curre, la tirada de panfletos, la manifestación clandestina y el intento desesperado por arrimar cacho a alguna de las chicas que frecuentábamos, gestión que resultaba mucho más difícil que derrocar a Franco, que pasaba olímpicamente de nosotros.
Recuerdo que un día me prestaron un libro titulado 'Política y delito' relativamente asequible de leer aunque escrito por un tal Hans Magnus Herzenberger, cuyo nombre sigo sin saber pronunciar. A regañadientes, lo empecé a hojear y descubrí que el contenido era bastante menos plasta que el resto de los títulos que pasaban de mano en mano como 'El capital' o 'Las cuatro tesis filosóficas de Mao Tse Tung'. Pues bien, uno de los capítulos del primer libro citado estaba dedicado a comentar un manifiesto lanzado en su día por los bolcheviques titulado 'Todos a las hachas', donde se incitaba al personal «a perseguir a esa chusma» de nobles rusos y a darles matarile sin contemplaciones. Mientras servidor buscaba colegas para comprarnos una azuela a escote, Manolo nos tranquilizó asegurando que en el futuro ni siquiera nosotros estaríamos obligados a empollar textos coñazo y que en vez de pasarnos la vida haciendo la revolución podríamos hacer montones de cosas, incluso divertidas.
Cuando vino a buscarme a casa mi amigo Luis El Cagueta y me vio frente al ordenador dándole a la tecla para rematar el presente comentario me contó su experiencia de intentar deshacerse de libros que, según él, había leído y que en cualquier caso necesitaba hacer sitio en las estanterías. Tras seleccionar una decena de ellos los bajó a la calle y los dejó perfectamente apilados en la acera pensando que algunos peatones de los muchos que pasan por esa zona echarían una ojeada al montón y se llevarían bajo el brazo los más afines a sus gustos. Tres días después, además de comprobar que nadie se había interesado en el regalo comprobó que «muchos se bajaban de la acera como si en vez de libros fueran una bomba a punto de estallar». Una semana más tarde después de aquella especie de ensayo sociólogo, el buenazo de Luis los puso él mismo encima del contenedor azul, donde permanecieron hasta que el camión de la basura se los llevó al punto limpio para siempre.
Cuando me contó su aventura de intentar convertirse en un mecenas literario anónimo, confesó con amargura: «al menos espero que los hayan reciclado y convertido en papel higiénico».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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