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Paco Cantalapiedra
Lunes, 18 de marzo 2024, 00:19
El próximo domingo dará comienzo la Semana Santa con la procesión de los Ramos, protagonizada por multitud de chavales que, al menos ese día, dejarán descansar la play, a la que volverán antes de que acabe la jornada. Su desfile marca el inicio de unas jornadas que en Valladolid durarán los cinco o seis próximos días, lo que atraerá turismo y, por ende, dinerito para el comercio, sobre todo el dedicado a la hostelería, porque, además de admirar los pasos, hay que alimentarse. No necesito decir que me siento muy orgulloso de casi todas las figuras que desfilan por calles y barrios, pero aunque algunos se aferren a la creencia de que nada ha cambiado en el último medio siglo, la realidad es bien distinta.
La Semana Santa de hoy se diferencia en detalles en los que solo nos fijamos los tiquismiquis como servidor. Lo digo porque, a pesar de que la tradición parece inmutable, hay cositas que la afean, aunque parezcan nimiedades. Hablo, por ejemplo, de esa gente que cruza por el medio de la procesión o de los espectadores que comen pipas mientras pasa el Santo Cristo, que podían esperar un rato, digo yo. De todas formas, si la meteorología es adversa recomiendo verlo todo en casita porque las televisiones suelen transmitirlo en directo, aunque la garantía de exactitud de lo que dice el locutor deberían ponerla en cuestión porque incluso servidor lo ha sido en un par de ocasiones. Y confieso que improvisé varias cosas y miré en un libro otras. El truco consiste en decir, con mucha seguridad, que el 'paso' que aparece en pantalla en ese momento es del siglo XVI o principios del XVII, calificativo que sirve para la gran mayoría de los que desfilan por las calles de Pucela. Bueno; esto vale para casi todos excepto para 'La Sagrada Cena', que tiene menos años que el firmante.
El bullicio actual, con gente comiendo o cambiando de acera sin respeto y el bullicio que sale de algunos bares, contrastan una barbaridad con aquellas otras procesiones en las que, además de tallas magníficas, el silencio y el recogimiento eran la seña de identidad de una capital volcada en sus desfiles. En los años cincuenta-sesenta nadie osaba cruzar por medio de una procesión, y si mal no recuerdo, los guardias estaban autorizados a abroncar o multar a quienes no se quitaran la boina o el sombrero durante las imágenes. Hablo de un tiempo en el que asegurarse un sitio para verlo todo gratis pasaba por reservarlo con muchas horas de antelación trayendo una silla de casa y atándola a otra para tener la seguridad de poder sentarse. Igual me equivoco, pero tengo en la mente el recuerdo de la calle Regalado llena de asientos caseros que no guardaban ninguna estética entre sí porque lo normal era ver una silla de enea pegada a otra de madera o de formica cuyos propietarios se aseguraban un excelente sitio para verlo en primera fila, tras haber vigilado de cerca que nadie se las chorizaba.
Como a partir de determinada edad la memoria flojea he recurrido a la de algunos de mis amigos más jóvenes y con los que comparto vinitos y gildas un par de días a la semana. Entre ellos mi docto colega Jesús Peña, cuyo hijo Luisito es autor de una tesis doctoral sobre el asunto que nos ocupa, y que revela que hubo un tiempo en el que no se trabajaba desde el Lunes Santo hasta el Domingo de Resurrección, lo cual pongo en duda porque servidor, que dentro de nada será centenario, lo más que recuerda en plan descanso empezaba en la tarde del Jueves Santo y duraba hasta el lunes. Y puesta la chola a funcionar, también aseguro que los guardias podían incluso denunciar al que estuviera currando en esos días, y que hasta los bares cerraban para que lo más 'divertido' fuera ver la procesión o formar parte de ella. Lo más pecaminoso de aquellas interminables jornadas era apostar a las chapas, un juego de azar que se hacía en plena calle y consistía en adivinar cómo caerían al suelo las monedas de cobre que los profesionales del asunto manejaban año tras año. Pero la actividad plenamente legal consistía en ir a las procesiones donde el silencio era sepulcral, al menos en Valladolid.
En el bar Lorenzo saco a relucir mis conocimientos semanasanteros contando a los tertulianos que hubo un tiempo (que no conocí) en el que durante el Viernes Santo no se podía beber alcohol, bailar, saltar, decir tacos, coser, planchar o limpiar la casa. Incluso una actividad tan natural como barrer el suelo estaba vetado porque hacerlo «era barrer la cara de Cristo y saltar era golpearlo», según un portal religioso cuyo nombre no recuerdo y no me importaría morirme sin que me viniera a la mente. Como casi todos mis contertulios saben que una vez escribí, en colaboración con José Delfín Val, amigo y Cronista Oficial de Valladolid, un libro sobre la Semana Santa puedo presumir y presumo de haber estudiado cómo eran estas celebraciones tiempo atrás.
Entre las notas que manejamos para aquella publicación conservo una según la cual se creían cosas tan absurdas como que si se ordeñaba, las vacas echarían sangre en vez de leche (que es lo suyo), y lo que es más sorprendente: si uno se bañaba «se volvía mulo», y si montaba a burro o a caballo «estaba montando a Jesucristo». Algunos siglos después de aquellas barbaridades, lo que se llevaba eran los cofrades de sangre que, como recordó el portugués Pinheiro da Veiga, considerado el primer cronista oficial de nuestra Semana Santa, se castigaban la espalda con cuerdas que provocaban «coágulos de sangre de más de una libra», que era, más o menos, medio kilo. Como dijo el torero Rafael el Gallo: «¡hay gente pa'to».
Lo evidente es que hay opiniones para todos los públicos sobre los desfiles que dentro de nada recorrerán nuestras calles. Por ello les recomiendo que disfruten de los que encuentren porque, como dijo el señor Rajoy «La cerámica de Talavera no es cosa menor; la cerámica de Talavera es cosa mayor». Cambien cerámica por Semana Santa de Valladolid y entenderán a ese genio de la oratoria que llegó a ser presidente del Gobierno…
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