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Aunque no soy un fanático de los mercadillos callejeros, a veces acompaño a mi señora al que montan los fines de semana en las inmediaciones del estadio Zorrilla. Me gusta recorrer esos tenderetes en los que venden desde bragas y sujetadores de seda (es un decir) hasta camisetas de marcas molonas, pasando por algún juguete, un transistor o unas medias de cristal. Como no tengo intención de comprar nada me limito a fisgar y, sobre todo, a escuchar a los vendedores que anuncian su mercancía como si todo lo que exponen fuera nuevo o producido por el logotipo que lleva pintado. A punto estuve de comprarme un reloj de marca que me habría llevado de no ser por el codazo que me dio mi santa acompañado de una orden que entendí a la primera: «Tira p'alante, que queda mucho mercadillo». De no haber sido por su mediación, me habría feriado un Tissot parecidísimo al que acabé comprando en una joyería de toda la vida y que me costó un pastón.
Comentando estas cosas con mis colegas, Felisín Ortiz se descojonaba de risa cuando aseguré que todo el material que vendían parecía de primeras marcas, diferenciado solamente por el precio: de los casi 900 pavos que me costó el peluco que llevo en la muñeca a los 220 que me pidieron en el estaribel del campo de fútbol y que estoy seguro habría conseguido más barato regateando, gestión que nunca supe hacer. De todas formas, pienso volver al sitio pero acompañado por el Luis el Cagueta, que además de que un familiar suyo se dedica al barateo él regatea mucho mejor que yo, que me rindo en cuanto consigo un descuento del cinco por ciento. El hecho de que los guardias vigilen (más o menos) los puestos ubicados en esa y otras zonas ofrece cierta tranquilidad, aunque delante de sus narices se trafique con camisetas de marca tan falsas como los relojes «de oro» más baratos que un kilo de alubias pintas.
Así están las cosas actualmente pero lo único que ha cambiado es que las imitaciones de hoy pueden dar el pego, mientras que entones hasta lo auténtico era más burdo. Para servidor es inimaginable que alguien falsificara hace medio siglo casi ninguna de las cosas que se podían comprar en los comercios porque las originales eran más bien tiñosillas y no merecía la pena trucarlas por otras más baratas. Sin embargo, recuerdo al menos dos asuntos que dieron la vuelta a España y a otras partes del mundo: el caso Matesa y el del aceite de colza que sembró el país de afectados que podrían contarlo y de muertos que callan para siempre.
En realidad, el primero, más que un cambiazo fue lo que podríamos llamar una chorizada de fondos públicos que, como es sabido, se nutren de lo que pagamos a escote. Rememorando este asuntillo con mis amiguetes, ninguno recordaba los detalles de ese gran desfalco ideado por un tipo llamado Juan Vilá Reyes, que arrampló un pastón para fabricar telares sin lanzadera, artilugio cuya utilidad ignoro y no me importaría morirme sin haberlo entendido. Como ahora todos los tertulianos tenemos teléfono con Internet, consultamos el truco empleado por este empresario catalán allá por los años sesenta, que consistió en cobrar subvenciones del Estado de unos mil millones de euros de la época. Como decían en mi barrio: eso es dar un palo en condiciones y no robar una sandía al frutero del Val y salir de naja a toda pastilla.
Con la sana idea de fardar ante los contertulios presumo de lo que me dijo no hace mucho mi amigo Ramón Ferrer, policía de la secreta que cuando estaba en activo colaboró en el desmantelamiento de varios tinglados dedicados a vender cosas más falsas que la mayoría de las promesas políticas. Según él, a día de hoy los artículos más veces trucados son «el calzado, la ropa, la electrónica, relojes, medicamentos y gafas de sol». Cuando un tertuliano pone en duda que los artículos más copiados sean las medicinas, sale al quite mi compadre Abel Martínez, que cuando se pone en plan didáctico no hay Dios que lo aguante. «A ver, listillos: falsificar potingues es muy rentable porque las medicinas no necesitan grandes desembolsos: basta con un poco de harina apelmazada o una lenteja bañada en caramelo líquido para hacer creer al comprador que es Viagra». Cuando a los presentes nos entra la risa floja pensando en lo ridículo que debe ser ponerse a la faena después de haber tomado la píldora chunga y comprobar que no hay efecto positivo, el Abel lo resuelve con sabiduría y conocimiento: «Mira, tío: si te tomas una alubia pensando que se te va a poner duro el miembro pueden pasar dos cosas: una, que se haga el milagro porque tu cabeza (la que está sobre los hombros) ha sido azuzada con un señuelo, y dos que la cosa no funcione y le eches la culpa a un producto que por lo menos a ti no te saca del apuro cuando más falta hace».
Ni que decir tiene que ninguno de los contertulios confesó haber tomado jamás ese tipo de pastillas porque somos lo suficientemente viriles como para necesitar ayuda a la hora de atender el débito conyugal. Llegados a este punto, a todos nos vino bien saber que, según los expertos, los productos más falsificados son la colonia y la ropa, que según mi amigo el poli «es un chollo porque la falsificada se parece mogollón a la buenorra, no todo el mundo la distingue y por el precio de una camiseta de marca pija puedes llevarte a casa tres de otra muy parecida a esas que el Canta dice comprar los comercios pijos del centro».
En lo que todos coincidimos es que antes no había mucho que falsificar porque al menos en mi barrio nadie usaba ropa de marcas caras y colonia distinta al Agua Velva o Varón Dandi. Mi compadre Abel Martín remata la faena (y el presente artículo) evocando algunas frases de cuando uno fardaba de llevar una medalla de oro: «¿de oro?; sí, del que cagó el moro». Aunque lo más ofensivo era que te recordaran que aquello que exhibías con orgullo era «más falso que una peseta de madera». Qué gentuza esos falsificadores, no mis colegas que todavía se dejan engañar a sabiendas de que lo barato es caro…
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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