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La primera población estable de Valladolid durante la Edad Media se instaló en un punto estratégico, emplazado ligeramente en alto y situado al norte del brazo norte del río Esgueva, cerca de su desembocadura en el Pisuerga. Además, el lugar era una encrucijada de caminos, por cuanto confluían allí varias vías de comunicación, como la que enlazaba Cabezón con Simancas, de norte a sur, y la de Medina de Rioseco con Tudela de Duero, de este a oeste. Esta conjunción de condicionantes geográficos propiciaron la llegada de un contingente poblacional, según unos de origen mozárabe, según otros de procedencia astur.
Sea de una u otra forma, en torno al siglo X hay constancia de una aldea, vinculada al alfoz de Cabezón, que no se emplaza sobre la superficie ocupada en época romana, sino que se traslada más al oeste, y cuyo centro geográfico sería lo que hoy conocemos como la plaza de San Miguel, aunque no faltan investigadores que sitúan el embrión de esta localidad en torno a la plaza del Rosarillo.
Desde sus orígenes, este poblado tiene la necesidad de reforzar su perímetro con una defensa, que en un principio no debió ser más que una empalizada, en la que se emplearon la madera y el barro, para reforzarse posteriormente, entre los siglos XI y XII, con una construcción más robusta, la conocida como Cerca Vieja, que se convertiría en el primer recinto amurallado de la ciudad. La superficie englobada por la cerca era de 17,42 hectáreas, lo que refleja claramente el intenso crecimiento que tendría la villa en apenas dos siglos.
Esta primera muralla tuvo una solidez constructiva, por cuanto estaba ejecutada con forros exteriores e interiores de piedra caliza y un relleno interior de mampuesto de piedra. En su trazado estuvo reforzada por diferentes cubos macizos, de planta semicircular, y contó con seis puertas, flanqueadas con torres, de las cuales se ha podido documentar arqueológicamente una, la puerta de la Peñolería, que se ubicaba en la confluencia la pequeña calle de Fernando V con la de las Angustias.
Otras intervenciones han permitido rastrear vestigios de esta cerca en las calles San Quirce, Zapico o en la misma Angustias, lugar donde aparece marcada su trayectoria en el pavimento de la acera; además de en el patio del palacio de Fabio Nelli, donde se observó su asociación con un foso perimetral, y la zona de San Benito, donde se encontraba el primer castillo de la localidad, el Alcazarejo.
Este primer recinto es rebasado a finales del siglo XI con un nuevo barrio localizado al oriente, el cual potencia el conde Ansúrez en las proximidades de la colegiata de Santa María. Los dos núcleos de población convivirán durante el siglo XII, mientras que en la siguiente centuria se constata una evolución de mayor complejidad en el urbanismo de la villa, puesto que surgen una serie de pueblas o barrios, también perimetrales al primer recinto fortificado, nacidos a partir de la evolución de varias ermitas que se transforman en iglesias parroquiales. Con la erección de una nueva muralla, entre finales del siglo XIII y principios del XIV, se amplía la ciudad y se engloban todos estos núcleos de población.
Volviendo al recinto medieval más antiguo, contó desde muy pronto con dos pequeñas iglesias parroquiales: la de San Julián, que se ubicaba junto a la actual calle Encarnación, y la de San Pelayo, que con el tiempo daría lugar a la plaza de San Miguel. Esta segunda se construyó en el siglo XI, siendo Fernando I rey de León, aunque en el siglo XII cambió su advocación a San Miguel. Era un templo sencillo, de una sola nave, dividida en cuatro tramos, que contaba con una cabecera absidiada. A lo largo de su historia sufrió numerosas modificaciones y reestructuraciones, algunas de ellas recogidas en la documentación histórica que se conserva del templo, siendo las más reseñables las referentes a los desplomes de su estructura, como el que ocurrió con la capilla mayor en 1468, o por causa de incendios, como el acaecido en el año 1489 y que asoló una buena parte de la iglesia. Las obras de reconstrucción fueron sufragadas por dos miembros de la Corte de los Reyes Católicos: el doctor Gonzalo González del Portillo y el comendador Diego de Cabrera y Bobadilla, añadiéndose en 1497 un escudo de los monarcas, que se situó a los pies de la estatua de San Miguel.
Conviene recordar que esta iglesia tuvo durante la Edad Media un marcado carácter concejil, por cuanto en su entorno se celebraban las reuniones municipales y en su presbiterio se guardó el archivo de la villa. Su campana servía de toque de queda, tanto para la reunión del Concejo como para levantar en armas al pueblo, tal y como ocurrió con ocasión de la guerra de las Comunidades. Asimismo, su suelo fue empleado como lugar de enterramiento a lo largo de los siglos. La iglesia y la plazuela creada a su alrededor se grafían perfectamente en el plano de 1738 de Bentura Seco. La fachada fue dibujada en ese mismo siglo por Ventura Pérez, lo que permite tener una idea bastante aproximada de sus características y dimensiones.
En la segunda mitad del siglo XVIII, el estado de conservación de las dos antiguas parroquias era bastante deficiente, por no decir casi ruinoso, por lo que en agosto de 1769 el rey Carlos III emitió una Real Cédula en la que se establecía que las dos se unieran en una sola, la cual se ubicaría en un lugar diferente, concretamente en la iglesia del colegio de San Ignacio, que anteriormente había estado en manos de los jesuitas, a los cuales se expulsó y despojó de sus propiedades en 1767. Este templo tiene su origen en las décadas finales del siglo XVI, situándose junto a la Casa profesa de la compañía en Valladolid, y teniendo en un primer momento la advocación de San Antonio de Padua, aunque tras la muerte de Ignacio de Loyola, y su posterior beatificación en 1609, pasa a tomar su nombre.
El 11 de noviembre de 1775, con una solemne procesión, comenzó el traslado de las imágenes de los santos y vírgenes que albergaban las viejas iglesias, continuándose después con otros enseres, objetos litúrgicos y estatuas, entre ellas la imagen de San Miguel, que había presidido la entrada del antiguo templo y que ahora se colocaba en igual posición, pero en el nuevo edificio. La expulsión de los jesuitas conllevó la completa retirada de sus símbolos, que fueron sustituidos por los trasladados. Incluso el nombre cambió, pasando a denominarse parroquia de San Miguel, San Julián y Santa Basilisa, contando desde ese momento con el patronazgo real.
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Jesús Misiego
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Las antiguas construcciones de San Miguel y San Julián se derriban en 1777, dejándose libres de escombros los solares que ocupaban. Agapito y Revilla menciona, de manera expresa, está circunstancia: «Estaba señalado que ninguna de las dos iglesias primitivas de Valladolid habían de llegar a nuestros días, y ambas tuvieron que ceder a la piqueta demoledora». En el segundo solar, situado en la esquina entre las calles San Ignacio y Encarnación, se levantaría la posada de San Ignacio, la cual a su vez se derribó en el siglo XX para dar paso a un edificio de viviendas. Un claro ejemplo del desarrollismo urbanista que imperó durante muchas décadas en la zona central de la ciudad y que desfiguró por completo el antiguo entramado medieval.
En la explanada de San Miguel, el Ayuntamiento urbanizó el espacio para crear una plaza pública, que tomó el nombre de la antigua iglesia, y que hasta bien entrado el siglo XX mantuvo una fisonomía homogénea, con casas y palacetes antiguos, en algunos casos levantados en el siglo XVI. Muchas de estas construcciones fueron propiedad del Cabildo de Santa María la Mayor e, incluso, llegó a ubicarse un cuartel en este ámbito.
Las modificaciones más sustanciales de la plaza de San Miguel se produjeron en el siglo XX, con la práctica desaparición de las construcciones de siglos precedentes y la construcción de grandes bloques de viviendas o de servicios, como fue el caso del hotel Olid Meliá, que se levantó en el solar que quedó tras el derribo del palacio de los Gardoqui, el cual se situaba frente al antiguo ábside de la iglesia. En el costado noreste de este espacio se encontraba el palacio del marqués de Frómista, junto a la calle que va a la plaza de las Brígidas, y que colindaba con las casas de los capellanes de Doña Mencía de Guevara.
Estos edificios irían derribándose progresivamente, como ocurrió también con los que ocupaban la manzana flanqueada por las calles Gardoqui, Concepción y la propia plaza, que se derribó a finales del siglo pasado y en cuyo solar se llevaron a cabo unas amplias excavaciones arqueológicas que depararon cimentaciones, suelos de cantos rodados, restos de patios y materiales fechables entre la Baja Edad Media y la Edad Moderna.
Por otra parte, debemos mencionar que la zona central de la plaza ha contado con diferentes diseños a lo largo de su trayectoria histórica. De esta forma, en 1862 se instaló un pequeño espacio ajardinado, en el que destacaba una plantación de acacias, que estaban muy de moda por entonces en Europa. La arboleda sufrió un deterioro progresivo en las décadas siguientes, por lo que en 1884 se prepara un nuevo ajardinamiento, en este caso con paseos interiores. Durante el siglo XX, los jardines se fueron adaptando a los gustos de cada momento, mientras que para el perímetro se estableció un diseño circular, que facilitaba la vía de rodadura para los vehículos.
La última gran remodelación urbanística de este espacio se llevó a cabo en 2009, ejecutándose de forma previa una extensa intervención arqueológica que permitió encontrar algunos cimientos de los laterales y de los pilares centrales del antiguo templo, además de un numeroso conjunto de enterramientos, que se ubicarían en el interior de la iglesia, la mayor parte de ellos dispuestos en fosa simple, apareciendo cubiertos en algunos casos con una lauda sepulcral. Entre las lápidas halladas destaca la de Jean Jacques Arigon, que fue boticario del rey Felipe II. También se registraron basamentos y un pozo, pertenecientes a construcciones que se encontraban en las proximidades del edificio antes de su derribo en el siglo XVIII.
La continuada incidencia de las obras efectuadas en el subsuelo propició el intenso arrasamiento de las estructuras medievales. Una vez finalizada la nueva urbanización se plasmó en el pavimento final las trazas del antiguo templo e incluso se marcó la localización de las lápidas, como recuerdo de la iglesia que dio nombre a la plaza y que fue el centro geométrico del primer núcleo medieval de Valladolid.
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Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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