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«La permanencia del Obelisco es ofensiva a la reconocida cultura de la capital de Castilla la Vieja». Con esta contundente frase se dirigía a sus colegas del Ayuntamiento el concejal Lázaro Rodríguez, encargado del Ornato Público, en su informe sobre el obelisco que estaba encaramado en el pedestal colocado en medio de la plaza Mayor desde 1869 para poner en él una escultura del Conde Ansúrez, para cuya realización se había pedido presupuesto al escultor y profesor de la Escuela de Bellas Artes y Oficios, Ramón Fernández de la Oliva, sin que hasta la fecha el Ayuntamiento hubiera tomado decisión alguna. El monumento no llegaría a inaugurarse hasta el 30 de diciembre de 1903.
Corría el día 23 de marzo de 1877.
El Sr. Rodríguez pedía que el obelisco (o capitel) se derribara, pues era una vergüenza que sorprendía a cuantos visitaban la ciudad cuando veían semejante adefesio en medio de la plaza Mayor. Valladolid, decía el concejal, es una ciudad que cuenta en su seno con numerosos y clarísimos talentos en todas las ramas del saber humano, y en la que existe una de las siete Academias de Bellas Artes que hay en toda España.
Los concejales acordaron respaldar dicho escrito y pedían que, además, se siguiera con las gestiones para hacer el monumento al conde Ansúrez.
Aquel obelisco instalado en 1873, para conmemorar la proclamación de la Primera República el 11 de febrero de aquel año, se había convertido en una «china» en el zapato de los munícipes.
La erección del obelisco no contó en su momento con el entusiasmo de los concejales conservadores, de tal forma que se acordó que fuera un monumento provisional en el que debía gastarse lo menos posible, y que no gozaba de la simpatía de algunos sectores de la sociedad: apenas recién instalado, una gacetilla publicada en El Norte de Castilla el 15 de abril de 1874 en la que se denunciaba la falta de agua en las fuentes decía que «están más secas que el obelisco de la plaza».
Por cierto, en 1877 en la fachada de la Casa Consistorial todavía lucía una lápida de mármol con la inscripción 'Plaza de la República democrática federal', instalada por acuerdo de pleno en agosto de 1873.
Aquel 1877 no era la primera vez que los concejales quisieron derribar el obelisco. Dos años antes con motivo de la visita que iba a realizar a la ciudad Alfonso XII los munícipes querían ofrecer la mejor cara de la ciudad, para lo cual acordaron quitar el capitel y sustituirlo por una estatua en yeso (también provisional) del conde Ansúrez. Pero el obelisco resistía, y eso que al parecer había perdido el equilibrio y amenazaba ruina.
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Jesús Anta
Desconocemos cuando finalmente se desmontó el dichoso obelisco (quizá hacia 1879), pero lo cierto es que resistió unos cuantos años contra el viento y la marea en aquellos años azarosos de continuos cambios políticos.
Cambios de los que es un buen testimonio la evolución de los nombres que ha tenido, precisamente, la Plaza Mayor que desde el siglo XVI llegó hasta el siglo XIX sin conocer ninguna variación de su nombre. Pero a partir de 1813, conoció numerosas modificaciones: en octubre de ese año se puso el rótulo de 'Plaza de la Constitución'. Al año siguiente que sustituyó por el de 'Plaza Real de Fernando VII'. Corría el 1820 y de nuevo se acordó llamarla 'Plaza de la Constitución', y tres años más tarde otra vez se fijó en la fachada del Ayuntamiento el nombre de 'Real Plaza de Fernando VII'. Hasta que en 1837 nuevamente vuelve el nombre de 'Plaza de la Constitución'; y así se mantuvo hasta 1873, año en el que la plaza adopta el nombre de 'Plaza de la República'. Algún otro cambio tuvo -posiblemente 'Plaza Mayor'-, hasta que en 1928 el Ayuntamiento la dio el nombre de 'Plaza del General Primo de Rivera'. Y en sesión de 12 de marzo de 1930 la Corporación acordó reponer el nombre de 'Plaza Mayor', no sin romper la anterior a martillazos, según lo narró el arquitecto e historiador Juan Agapito y Revilla.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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