El cronista, historia de Valladolid
La misteriosa desaparición de alhajas en el convento de San FranciscoEl cronista, historia de Valladolid
La misteriosa desaparición de alhajas en el convento de San FranciscoEl escándalo trascendió muy pronto la provincia de Valladolid. Era principios de 1840 cuando la prensa nacional revelaba «la misteriosa y colosal fortuna que de repente ostentaron muchos de la ínfima clase de esta población», cuya conducta, a decir del periodista, «tenía escandalizado a este ... pueblo», en referencia a los habitantes de la capital del Pisuerga. ¿Qué había ocurrido?
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Para entenderlo es necesario retrotraerse a los momentos del gobierno progresista de Mendizábal y a una de sus disposiciones más polémicas: la desamortización de los bienes eclesiásticos mediante los decretos de supresión de los conventos de menos de doce religiosos y disolución de las órdenes religiosas, salvo las hospitalarias. Uno de los conventos afectados fue el de San Francisco, cuya demolición total se inició el 1 de febrero de 1837.
Erigido en la segunda mitad del siglo XIII como cabeza de la Provincia Franciscana de la Inmaculada Concepción, se trataba, como ha escrito María Antonia Fernández del Hoyo, de uno de los tres grandes conjuntos monasteriales de Valladolid junto a San Pablo y San Benito, pues sus numerosas dependencias abarcaban un amplísimo solar delimitado por la Plaza Mayor y las calles Duque de la Victoria, Montero Calvo y Santiago.
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Sucedió que en el transcurso de los largos y arduos trabajos de desmonte del convento, la Subdelegación de rentas de la provincia de Valladolid, entre cuyas competencias estaba la de ejercer la jurisdicción de los asuntos que pudieran afectar a la Hacienda Pública, recibió una denuncia grave: la extracción y apropiación, por determinados individuos, «de varias alhajas que se dicen de plata de uno de los nichos descubiertos en la capilla titulada de Copa-Cabana», como reflejan determinados protocolos del Archivo Histórico Provincial.
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Dicha capilla había sido edificada entre 1676 y 1679 por fray Hernando de la Rúa en el mismo lugar que anteriormente ocupaba la de los Rivera, esto es, al lado del Evangelio pero dentro la capilla mayor. Ante el subdelegado de rentas, que actuaba como juez de primera instancia en las causas de contrabando y defraudación, fueron conducidos Eufrasio Álvarez, Pedro Robledo, Francisco García, Francisco Batalla y dos personajes muy relevantes en el Valladolid de aquel momento: Manuel del Valle y Cano y Felipe Díez Robledo.
Y es que mientras que aquel había actuado como comisionado de arbitrios de amortización, encargado personalmente, en 1836, de entregar a la junta de enajenación de Valladolid todos los conventos y efectos que habían sido producto de la desamortización, Díez Robledo había sido miembro del Ayuntamiento progresista y formaba parte de la junta de enajenación. El testimonio de Batalla, que trabajaba como guarda-almacén, resultó determinante, pues si en un primer momento negó que hubieran hallado alhajas en la citada capilla franciscana, finalmente terminó reconociendo no solo su existencia, sino que las había extraído por orden de Valle y Díez para entregárselas a este último en su propio domicilio.
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Todos fueron condenados a presidio, si bien García, Álvarez y Robledo no tardaron en conseguir la libertad bajo fianza. Valle y Batalla fueron encerrados en la cárcel civil, y Díez Robledo en la de la Universidad. Según este último, todo se debía a intrigas políticas orquestadas por moderados y carlistas contra miembros, como ellos, del «partido del progreso». Los tres apelaron y la causa pasó a la Audiencia, encargada de las segundas y terceras instancias. La revolución de 1840 y la conformación de un nuevo gobierno bajo el liderazgo progresista de Espartero provocó el nombramiento de una nueva Subdelegación de Rentas.
La situación se tornó mucho más favorable para los acusados, que en junio de 1841 fueron absueltos por la Audiencia territorial. La prensa moderada estalló en cólera: «Aunque absueltos por el tribunal, son condenados por la opinión pública», sentenciaba 'El Castellano'. Díez Robledo recordó públicamente la persecución a que habían sido sometidos, y Manuel del Valle aseguró, en un artículo publicado poco después de la sentencia, que todas esas alhajas de oro y plata, extraídas en los primeros meses de 1837, habían sido convenientemente inventariadas y entregadas a la autoridad competente.
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