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No ocurrió el día 2 ni, como en el caso madrileño, fue un enfrentamiento directo contra los ocupantes franceses, pues ya entonces casi todos se habían marchado de la ciudad. Ocurrió más tarde, el día 31, y fue, además de una manifestación del odio que anidaba en buena parte del pueblo hacia el dominador extranjero, una revuelta multitudinaria no exenta de pervivencias del viejo orden y de expresiones a favor de la triada «Dios-patria-Rey».
Investigado por autores como Mateo Martínez, Jorge Sánchez y Celso Almuiña, aquel Dos de Mayo vallisoletano, ocurrido entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1808, se explica en el contexto nacional de lucha contra la invasión napoleónica y se nutre, además, del mal recuerdo dejado por los franceses en la ciudad. Viajemos para ello hasta finales de octubre de 1807, cuando, en virtud del Tratado de Fontainebleau, que sancionaba la desmembración francesa de Portugal y, por ende, el paso de las tropas napoleónicas por suelo español, se permite la entrada de estas a Valladolid, pues su situación en el eje París-Madrid-Lisboa era esencial para los intereses de Napoleón.
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Aquellos franceses, aliados aún de España, llegaron primero al mando de Junot, con el que permanecieron veinte días, y luego a las órdenes de Dupont durante tres meses. Aunque a la altura de mediados de marzo de 1808 ya habían salido casi todos (un tercio permaneció velando el paso del Duero, cubriendo el área noroeste), habían dejado un poso de odio popular cuyas consecuencias no se harían esperar. Porque la ciudad del Pisuerga no estaba preparada para acoger a tamaño contingente, carecía de los atributos de una plaza de armas y nunca cuajaron los proyectos de levantar cuarteles.
Cuando se tuvo noticia de la llegada con Junot de 35.000 soldados franceses y 4.000 caballos, cundió la alarma. A toda prisa lograron las autoridades disponer de veinticuatro edificios con 8.000 plazas, equipados además de colchón, almohada y sábanas. Todo un lujo. Fue un paso rápido, pero dejó una huella trágica: la muerte por arma blanca de un soldado galo a manos de un español. Cuando en enero de 1808 llegaron con Dupont casi 6.000 soldados y 232 caballos, la ciudad entera se echó las manos a la cabeza. Porque era un ejército, pero también un ingente séquito de barberos, mujeres, niños, sirvientes, rameras, obreros, etc. «Gente aburrida, soberbia, lujuriosa y ladrona», dirán de ellos algunos cronistas del momento.
La documentación arroja ejemplos de saqueos, robos, destrozos en viviendas, altercados y hasta el empleo de lo hurtado, por parte de los franceses, para venderlo en el mercado negro. Vecinos del barrio de Santa Clara denunciaron cómo un francés se liaba a patadas con las puertas y amenazaba a los dueños con su espada, en la Plaza Mayor abundaban las peleas, murieron un suizo y el soldado francés Jean Claude Baquets... La multitud festejó el motín de Aranjuez, que hizo cesar a Godoy, abdicar a Carlos IV y proclamar rey a Fernando, así como el levantamiento madrileño del 2 de mayo.
A mediados de ese mes, Gregorio García de la Cuesta tomaba posesión como capitán general. También entonces se tuvo noticia de la abdicación de los Borbones en favor de Bonaparte: una serie de pasquines, clavados en el edificio de Correos, Acera de San Francisco, Chancillería y Repeso, animaban al pueblo a sublevarse. Aunque García de la Cuesta se esforzó por mantener el orden, el 31 de mayo de 1808, una muchedumbre tomaba las calles a los gritos de «¡Viva Fernando VII!» y «¡Mueran los traidores a la patria!». A las tres de la tarde, carca de 4.000 personas llegaban hasta el Ayuntamiento para exigir el alistamiento general y forzoso de la población, la entrega de armas, la designación de un jefe y la proclamación de Fernando VII.
Después de hacer lo mismo en Chancillería, desobedecieron las órdenes del capitán general de replegarse, arrebataron los fusiles a los franceses que estaban enfermos en casas y hospitales, vigilaron las calles y se incautaron de trigo, algodón y otras armas. Cuando el 1 de junio García de la Cuesta accedió por fin al alistamiento, pero voluntario, miles de vallisoletanos, entre ellos muchas mujeres, montaron en cólera. Cogieron escopetas e, identificados con escarapelas, levantaron una horca, a modo de amenaza, debajo de su ventana. Luego, en el Santo Oficio, cogieron el estandarte de la fe y lo pasearon hasta el Ayuntamiento dando vivas al rey Fernando y a la religión católica.
Al capitán general no le quedó otro remedio que acceder a las peticiones populares y decretar el alistamiento forzoso de los jóvenes entre los 17 y los 40 años. A continuación, nombró una Junta de Armamento y Defensa al estilo de la existente en La Coruña, con dos representantes de Chancillería, Universidad, Ayuntamiento, Cabildo Eclesiástico y Gremios, y la elevó al rango de General o Superior de las otras organizadas en las intendencias castellanas. Su misión era «realizar el alistamiento, armamento y medios de subsistencia de las fuerzas necesarias para la defensa de la patria, la religión y los derechos de nuestro monarca». La presión popular había triunfado.
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