El 9 de agosto de 1901, en el portal del número 8 de la calle Penitencia Valladolid, se formó un tumulto que obligó a intervenir a las fuerzas del orden. En el piso principal había fallecido a causa de una tuberculosis pulmonar el inquilino Dionisio ... Ferreiro Martín, y el cura párroco de la iglesia de San Juan se empeñó en que el difunto fuera enterrado en el cementerio católico y no en el civil, tal y como el finado había dejado dicho antes de fallecer. La viuda y los familiares defendían el derecho a ejercer la última voluntad de su esposo, pero el sacerdote afirmó que se había confesado y hecho profesión de fe católica.
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Es el caso que Dionisio Ferreiro pertenecía a la sociedad de librepensadores y los allegados del difunto, alertados de la disputa, se fueron concentrando a la puerta de la casa. Avisado por el párroco, el vicario general de Valladolid pidió ayuda al gobernador civil para que con su autoridad se hiciera respetar 'in extremis' la última voluntad del difunto: ser enterrado en el cementerio católico, y advirtiendo de que la viuda y sus parientes, oponiéndose, atentaban contra los derechos de la Iglesia.
Cinco parejas de guardias y un inspector se personaron en la vivienda de la calle Penitencia, e interrogada la viuda, esta insistió en que la última voluntad de su marido era ser enterrado en el cementerio civil, cosa que también confirmó una hermana del finado.
Vista la situación, un notario levantó acta y el inspector, de acuerdo con las instrucciones recibidas del gobernador civil, ordenó que el cadáver fuera conducido al depósito del cementerio y que no se enterrara hasta que se resolviera la cuestión. Y, al final, le fue dada sepultura en el cementerio civil.
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La ley de 29 de abril de 1855 ordenó la construcción de cementerios especiales para los no católicos en aquellas poblaciones en las que a juicio del Gobierno lo exigiera la necesidad.
Este fue un paso más en la permanente pugna entre la Iglesia Católica de España y el poder civil que se desató a raíz de que en 1787 Carlos III firmara una real cédula obligando a los Ayuntamientos a que construyeran cementerios alejados de las poblaciones y se dejara de enterrar en las iglesias.
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El escritor José Jiménez Lozano, en su libro 'Los cementerios civiles y la heterodoxia española', publicado en 1978, escribió que aquella orden fue en inicio de la mayor «guerra», incruenta, eso sí, que ha existido en España, pues la Iglesia tomó la real cédula como una desposesión de acaso su principal competencia: administrar la muerte, es decir, el más allá.
Aún pasaría mucho tiempo para que los ayuntamientos cumplieran la ley, incluso tras los recordatorios que desde 1787 iban haciendo los gobiernos. En concreto, en Valladolid, no se habilitó el cementerio hasta 1833, en un terreno próximo a la iglesia del Carmen Extramuros. El cementerio –llamado histórico o romántico- se terminó de construir en 1843 (56 años después de la real cédula), según consta en su puerta principal de entrada.
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Volviendo a Jiménez Lozano, los cementerios se convirtieron en una pugna entre la ortodoxia religiosa y la secularización, entre el clericalismo y el anticlericalismo, sobre todo, cuando desde 1855 comenzaron a habilitarse los llamados cementerios civiles, popularmente llamados corralitos: «Un lugar apartadizo de malos españoles», en palabras del escritor.
La construcción de aquellos cementerios civiles (o no católicos) conoció un nuevo impulsó en 1872, cuando una real orden declaró que la construcción o ampliación de estos lugarse eran consideradas como obras de utilidad pública, con lo que se facilitaba a los ayuntamientos la toma de posesión de los terrenos que necesitara.
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En Valladolid se tomó , en 1862 el acuerdo de construir un cementerio «para no católicos», aunque lo cierto es que, como frecuentemente ocurre, no terminó de materializarse hasta 1886, año en el que ya tenemos noticia de que hubiera un cementerio civil. Este, según la real orden de 28 de febrero de 1872, estaba rodeado con un muro y el acceso al mismo se hacía por una puerta independiente del cementerio para los católicos.
No obstante, el cronista vallisoletano Casimiro García-Valladolid relató en 1900 que veinte años antes, en 1880, ya se había habilitado un trozo para cementerio con destino a los cadáveres de las personas que morían «fuera del gremio de la Iglesia Católica».
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Las personas que no podían ser enterradas en «tierra sagrada» ha ido variando a lo largo de la historia, pero pongamos, por ejemplo, lo indicado en el Código de Derecho Canónico de 1917: apóstatas de la fe cristiana o miembros notorios de alguna secta, masones o de otras sociedades del mismo género, excomulgados, suicidados, muertos en duelo, quienes hubieran mandado ser incinerados y los pecadores públicos.
En la actualidad, el Derecho Canónico no entra en los enterramientos, sino que indica quienes deben ser privados de las exequias eclesiásticas.
Esta vieja y, digamos, permanente pugna entre el ámbito civil y el eclesiástico la vemos reflejado en el cementerio de Valladolid, que se llamó católico hasta la II República. Fue en este último periodo (1932) cuando se derribaron los muros que separaban el cementerio civil del resto. Seis años después, en 1938, se levantaron de nuevo las tapias por orden de la Jefatura de Estado, ya bajo las órdenes de Franco, y se sustituyó el rótulo de la entrada del cementerio por el de 'cementerio católico'.
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A este relato hay que añadir que en 1978, ya con la llegada de la democracia, el senado acordó suprimir la separación entre cementerios católicos y civiles.
Pero en el caso de Valladolid, el Ayuntamiento se había adelantado hacía años a ese acuerdo, pues en noviembre de 1972 los concejales acordaron por unanimidad derribar las tapias que separaban ambos cementerios y sustituir la lápida de la puerta de acceso al cementerio quitando la palabra 'católico' y reponiendo la de 'municipal'. En una decisión que les honra y que aplicaba el espíritu del Concilio Vaticano II.
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