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El obispo Antonio de Acuña y María de Pacheco animando la lucha comunera en Toledo, según un dibujo del siglo XIX. EL NORTE
Furor comunero con sotana y sesenta años

Furor comunero con sotana y sesenta años

El obispo Antonio de Acuña se unió a las Comunidades en Zamora, saqueó con violencia Tierra de Campos y terminó ahorcado en Simancas, en 1526

Jueves, 23 de abril 2020, 08:49

Imagínense la escena: un hombre de 62 años, empujando con todas sus fuerzas un enorme trillo, arengando a los campesinos y lanzándolo contra la puerta del castillo de Ampudia para derribarla. Añadan ahora que ese hombre, repito, de 62 años, idolatrado por la gente del común y temido por los poderosos, era obispo desde hacía 14 años y llevaba varios días incendiando Tierra de Campos con sus proclamas revolucionarias.

El 499 aniversario de la derrota de Villalar es buen día para recordar a uno de aquellos capitanes que con más fervor y violencia lucharon por la causa comunera. Se trata de Antonio Osorio de Acuña, más conocido como el obispo Acuña. Su biografía, detallada por autores como Alfonso M. Guilarte, Edward Cooper, José Castro y Joseph Pérez, contiene todos los ingredientes del líder de masas movido, en dosis casi iguales, por la ambición personal y el ardor revolucionario, por la decepción ante la llegada al trono de Carlos I y el deseo de poner cortapisas a su poder absoluto. Acuña, en efecto, ambicionó altos puestos en la Corte y en la Iglesia, se sumó por despecho a la causa comunera, sublevó a los campesinos contra sus señores, disputó el poder en Toledo a la mismísima María de Pacheco y murió ahorcado en la fortaleza de Simancas, no sin antes protagonizar una increíble peripecia para intentar escapar.

Vallisoletano nacido en 1459 (otras fuentes retrasan su nacimiento seis años), era hijo de Luis Osorio de Acuña, obispo de Segovia y luego de Burgos, y es posible que se formara en Palencia. Su carrera eclesiástica estuvo presidida por una clara ambición política. Fue miembro de la Orden de Calatrava, arcediano de Valpuesta y residió varios años en Roma. A la muerte de Isabel la Católica, en 1504, tomó partido por Felipe 'el Hermoso' en contra de Fernando de Aragón. Al año siguiente, aprovechando su nombramiento de embajador en Roma, gestionó con el papa Julio II la concesión del obispado de Zamora. Nada pudieron hacer para evitarlo el Consejo Real ni el mismísimo Fernando de Aragón, pues Acuña tomó posesión en 1507 por la fuerza: no solo frenó al alcalde de Corte, Rodrigo Ronquillo –su futuro 'ejecutor'- y a Fernando de Bobadilla, enviados para impedirlo, sino que llegó a quemar la casa donde se hospedaba el primero.

Su inquina hacia Carlos I obedecería, según Joseph Pérez, a un doble desaire: no haberle nombrado embajador en Roma pese a sus peticiones, y no darle ocasión de posesionarse del cargo de comisario general de la Armada contra el turco, que habría de embarcar en Cartagena, para el que fue nombrado en enero de 1519. Acuña residía en Toro cuando, en el verano del año siguiente, comenzó la revolución comunera, que decidió liderar al tener noticia del incendio de Medina del Campo por parte de las tropas realistas: junto a Hernando de Porres saqueó la casa del regidor y expulsó al conde de Alba de Liste.

Su estampa era imponente: se le veía, a sus 60 años, «con su caballo y su coselete», apunta el cronista Prudencio de Sandoval, «en el brío y en las fuerzas como si fuera de 25, era un Roldán». Belicoso hasta extremos insospechados, reclutó a 300 curas de la diócesis de Zamora y los convirtió en soldados, defendió con ellos Tordesillas, que en diciembre cayó en manos realistas, y se puso a las órdenes de la Junta de Valladolid, que le confió prender el ardor comunero en Tierra de Campos y recabar impuestos para la causa. Aquella campaña le hizo famoso… y muy temido.

Acuña saqueó propiedades y templos, alentó a los campesinos a rebelarse contra los señores, detuvo a algunos de estos y dejó a su paso escenas de auténtica violencia antiseñorial. «El obispo de Zamora salió de Valladolid los días pasados con alguna gente y vino a Dueñas y de allí a Palencia, donde hizo todo el mal que pudo con sus sermones y diabólica secta y de allí tornó a Valladolid y volvió a Fuentes», escribía el condestable de Castilla al emperador a finales de enero de 1521.

Imagen principal - Furor comunero con sotana y sesenta años
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En Monzón, por ejemplo, entró a saco y logró recaudar un total de 20.000 maravedíes, y algo parecido hicieron sus hombres en Frechilla y en Fuentes de Valdepero, donde tomó el castillo, apresó a los señores y saqueó dineros y riquezas por valor de 30.000 ducados. Tras una breve estancia en Castromocho, recorrió Becerril, San Cebrián, Cervatos, Carrión, Villalcázar, Frómista, Piña, Amusco, Támara y Astudillo. También impuso su ley en Paredes de Nava, Trigueros del Valle, y Frechilla, quemó el castillo de Cordovilla, en Ampudia obligó a sus moradores a pagar 2.000 ducados y 1.000 cántaras de vino, saqueó Magaz y su iglesia (a sus moradores, aseguró el comendador, «no dejó un asador»), y algo parecido hizo en Tariego.

A finales de enero de 1521, el gobierno comunero le encomendó ir a Toledo para, con ocasión de la muerte del arzobispo, el polémico cardenal de Croy, proveer el arzobispado y hacerse con las rentas de la mitra. El vallisoletano no tardó en hacer ver su interés por ser nombrado arzobispo de Toledo en lugar de Francisco de Mendoza, hermano de María de Pacheco, esposa de Padilla que mantenía la llama comunera en la ciudad.

Huida

Entró de manera triunfal en la plaza de Zocodover el 29 de marzo. Tan es así, que la muchedumbre lo llevó en volandas hasta la Catedral y lo sentó en la silla arzobispal, provocando la huida de los canónigos. Al frente de 1.500 hombres, combatió a los realistas en las afueras de la ciudad hasta que la noticia de la derrota de Villalar lo enfrentó a la mujer de Padilla. Huyó a primeros de mayo en dirección a Navarra, donde lo detuvieron tres semanas después.

En marzo de 1522, el emperador decidió llevar personalmente su caso. Lo condujeron preso al castillo de Simancas. El 12 de junio de 1524, el inflexible Antonio de Rojas, arzobispo de Granada y presidente del Consejo Real, fue designado para instruir el proceso. La maquinaria del monarca se movía a toda prisa: presionaba en Roma, movía sus fichas en España... todo, con tal de ajusticiar al obispo.

Pero este no tardó en planear su huida. Eran las dos de la tarde del 24 de febrero de 1526 cuando el teniente de alcalde, Mendo Noguerol, entraba a verlo a su celda. Tras una acalorada discusión, Acuña le arrojó ceniza a la cara y se abalanzó sobre él: primero una pedrada en la frente, luego una cuchillada en el cuello. Noguerol murió casi al instante. Al obispo lo atraparon mientras preparaba la cuerda con la que pretendía deslizarse por el muro.

Su final estaba cantado: el alcalde Rodrigo Ronquillo, encargado de instruir el nuevo proceso, lo sometió a tormento y lo condenó a muerte el 22 de marzo de 1526. Dos días después, Acuña era ahorcado en el castillo de Simancas. Como consecuencia, Ronquillo y el Emperador fueron excomulgados por el Papa: la absolución le llegó a Carlos V dos meses después, pero Ronquillo tuvo que esperar hasta septiembre de 1527. En su testamento, Acuña pidió ser enterrado en la iglesia zamorana de San Pedro, pero la Cofradía de San Ildefonso se opuso; su cuerpo yace en la parroquia de Simancas.

El castillo de Simancas, donde estuvo preso Acuña, en el siglo XIX. BIBLIOTECA NACIONAL

Entre diablos y fantasmas

Drama de Zorrilla dedicado a Ronquillo. E.N

La peripecia de Acuña no tardó en generar los correspondientes relatos legendarios. El primero y más famoso es el llamado «tesoro de Acuña», esa inmensa riqueza que el obispo habría enterrado en el río hasta que su mayordomo, Juan Fernández, la rescató en secreto para su propio provecho.

Más esotéricas aún son las leyendas que tienen por escenario Toledo y Simancas. La primera sostiene que, durante muchos años, cada Viernes Santo, a las 12 de la noche, hasta que la misericordia divina decidió otorgar la paz al alma atormentada del obispo y sus secuaces, podía oírse en la catedral toledana un terrorífico ruido de cadenas acompañado de voces y murmullos de oraciones dolientes; de pronto, una procesión de esqueletos, encabezada por un Acuña descarnado, erguido, atlético y vestido con hábitos arzobispales, seguido de un tropel de comuneros, se arrastraba por los claustros. Terrible y conmovedor desfile de las almas guerreras en pena.

En la localidad vallisoletana de Simancas se hizo famosa la leyenda del galán a quien Acuña había procurado matrimonio con una bella joven pese a la oposición de los padres del novio. Dicho mozo, al enterarse de la muerte de su benefactor, habría sustituido su cuerpo por el de un cadáver que acababa de desenterrar. A continuación, un cirujano judío habría infundido vida en el cadáver no sin antes pegarle la cabeza al tronco, pues este relato suponía al obispo decapitado en lugar de ahorcado. El galán y Acuña habrían terminado sus días beatíficamente retirados a la soledad del campo.

Pero fue al alcalde Ronquillo a quien le tocó la peor faceta del mito: no tardó en ser representado como un alma en pena, consumida por el remordimiento de haber mandado asesinar a un prelado, que vagaba alrededor de la fortaleza simanquina. Otros cronistas optaron por recrear una corte de diablos que se habría encargado de arrebatar el cuerpo de la tumba, erróneamente ubicada en el convento vallisoletano de San Francisco, para sacarlo en volandas a través de un boquete en el techo y sepultarlo para siempre en los avernos. El mismo José Zorrilla reprodujo esta escena en 'El alcalde Ronquillo o el diablo en Valladolid', de 1845.

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