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«¡Déjala, Luis, no la mates!»
Segovia, crónica negra ·
Guijarro fue ajusticiado en la Picota de Sepúlveda en medio de una expectación inusitada. Allí pagó por el doble crimen de las hermanas Lorenza y Ramona, de 14 y 12 años de edadSecciones
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Segovia, crónica negra ·
Guijarro fue ajusticiado en la Picota de Sepúlveda en medio de una expectación inusitada. Allí pagó por el doble crimen de las hermanas Lorenza y Ramona, de 14 y 12 años de edadAy Lorenza! Déjala, Luis, no la mates». La pequeña Ramona reconoció al asesino de su hermana Lorenza a pesar de la oscuridad. El homicida golpeó con un canto a la pastorcilla hasta dejarla sin vida. Después, molesto y enfurecido por los gritos de la hermana menor, se fue detrás de ella corriendo: «¡Cállate, o te mato a ti también!» Sin pensarlo demasiado, la derribó con una piedra, cogió una mojonera y le aplastó la cabeza. Las ovejas balaban excitadas y dispersas. Perpetrado el doble crimen, Guijarro se dirigió a su casa, cenó unas lentejas y un huevo frito y se acostó.
El suceso no tardó en propagarse por la mañana. Aunque era domingo, el padre de las criaturas, Tomás Martín, se levantó temprano para llenar los cántaros en el río, pero al salir de la casa un sobrino suyo le dijo que las ovejas andaban sueltas. Al llegar a la red del ganado, el aldeano se encontró con un cuadro dantesco: primero vio a Lorenza tendida junto al saco de paja en el que había de dormir; Ramona yacía a pocos metros con una piedra de grandes dimensiones sobre su cabeza. El dolor invadió su ánimo. ¿Quién podía haber cometido semejante atrocidad contra dos inocentes? ¿Y por qué sus hijas?
La comarca se estremeció; también la provincia. La población estaba amedrentada, temerosa. Los semanarios informaron de lo ocurrido y la justicia puso en marcha su pesada maquinaria. El día 7 de julio, guardias civiles del puesto de Boceguillas detuvieron a Luis Guijarro, alias «Chupitas», en su propia casa. También prendieron a su padre, Vicente Guijarro, pues tenía deudas contraídas con Tomás Martín (padre de las niñas) desde el periodo en que éste fue alcalde de Navares de Ayuso. El alférez de la Guardia Civil y jefe de la línea de Boceguillas, Ángel Santos, fundó sus sospechas en la conocida enemistad entre Vicente Guijarro y Tomás Martín a cuenta de unos dineros municipales pendientes. El agente averiguó que Luis andaba disgustado porque, debido a las deudas que recaían sobre su progenitor, no cobraba por el trabajo que desempeñaba desde hacía diecinueve meses en casa del labrador Andrés Pérez. Se sumarió, asimismo, a otro joven pastor, Victoriano Sanz, de 18 años, porque su camisa tenía manchas de sangre. El sospechoso lo atribuyó a una oveja que se le había muerto en los brazos días antes del asesinato de las niñas.
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El horrendo crimen tuvo dos testigos de excepción. En el paraje conocido como el Escobarón, a escasos metros de distancia de la red donde Lorenza y Ramona guardaban el ganado, dormían tres pastores de corta edad. Estando ya presos los Guijarro en la cárcel de Sepúlveda, Jerónimo Alonso y Manuel Calleja, de 14 y 12 años de edad, respectivamente, desvelaron a la Guardia Civil que escucharon a Ramona suplicar a un tal Luis que no matara a su hermana. La narración de los muchachos fue decisiva durante el juicio posterior, e incluso se hicieron pruebas de voces en el lugar del suceso, aunque el día 24 de julio, Luis Guijarro se vino abajo y confesó ser el autor del doble homicidio, quizá temeroso de que su padre y su familia pudieran pagar las consecuencias sin tener culpa de nada. Inmediatamente, Vicente Guijarro fue liberado.
En su declaración, el detenido relató que la tarde del 30 de junio la pasó en el cercano pueblo de Navares de Enmedio, entonces en fiestas, donde estuvo jugando a la calva y bebiendo unos cuartillos de vino con unos amigos. Guijarro dijo que habían ido al baile de las mozas y que por último entraron en la taberna de Milhombres a pagar el vino consumido y beber un poco más. Al anochecer, Luis y su amigo Julián Cano abandonaron a pie Navares de Enmedio y regresaron a Navares de Ayuso, camino que recorrieron en apenas veinte minutos. Tras separarse de su compañero, perturbado por el vino y disgustado por el hecho de no percibir el salario -de lo cual culpaba indirectamente a Tomás Martín, quien, por las denuncias que hizo de su padre cuando era alcalde, le obligó a contraer la deuda que con sus servicios estaba pagando-, recordó que las hijas de Martín debían de estar a esa hora solas vigilando las ovejas, como era de costumbre. Hacia el Escobarón se encaminó y allí acabó con la vida de las hermanas. De ellas se vengó por no poder hacerlo del padre, según se ratificó en una segunda indagatoria. El acusado cambió posteriormente su versión, pues acabó desmintiendo lo declarado en la cárcel.
La llamada «causa de Navares de Ayuso» suscitó una curiosidad enorme. La vista tuvo lugar en noviembre de 1888 en la Audiencia Provincial, con el periodismo local volcado. Los semanarios «El Faro de Castilla» y «La Tempestad» informaron pormenorizadamente. Luis Guijarro clamó por su inocencia, y por la sala pasaron familiares de los protagonistas, amigos y conocidos. El acusado dijo que si se autoinculpó en un primer momento, lo hizo por miedo a que a su familia pudiera ocurrirle algo, pero, sobre todo, porque se vio presionado por el alcaide del calabozo de Sepúlveda, donde había permanecido semanas inmovilizado con grillos y sin apenas alimento que llevarse a la boca.
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La defensa del presunto autor recayó en el prestigioso abogado Lope de la Calle; sin embargo, los testimonios aportados por los niños, las pruebas y las contradicciones del propio «Chupitas» jugaron en su contra. Luis Guijarro fue condenado a morir públicamente a garrote vil. Las circunstancias agravantes de premeditación, alevosía y nocturnidad que concurrieron en el caso pesaron como una losa.
Aunque se pidió con empeño, el indulto no llegó, y Luis Guijarro fue ejecutado en la Picota, en las afueras de la villa sepulvedana, a primera hora de la mañana del 2 de julio de 1889. «Ascendió ligero y sin notársele alteración alguna. Una vez sobre el tablado, preguntóle el misionero si tenía que pedir perdón á sus enemigos, contestando el desdichado: «Yo no tengo que decir nada; mejor lo dirá usted por mí». La compacta muchedumbre se agolpaba silenciosa, y en el fatal momento en que el verdugo cortó aquella vida se escucharon gritos de terror y asombro. Algunas personas rezaban, otras se retiraban aterrorizadas, y las más permanecían quietas y tapándose los ojos con las manos», narró «La Tempestad».
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