Iglesia de la localidad segoviana de Arcones.Mónica Rico
El rencor de un pueblo
Segovia, crónica negra ·
Eleuterio Merino se libró del garrote vil gracias a un indulto bien gestionado. Su esposa fue absuelta por falta de pruebas. El juicio arrojó muchas dudas sobre la implicación del matrimonio en el crimen de Arcones
A la mañana siguiente, el juez halló el cuerpo de la víctima sobre el jergón de la cama, boca abajo, con dos pesados colchones encima. Tenía los pies atados y quemados y las manos amarradas a la espalda. En las habitaciones, el desorden era absoluto. Los cajones abiertos, las ropas esparcidas por el suelo? Aparentemente, el crimen estaba relacionado con el robo. Aunque tenía hijas, Vicente Yagüe vivía solo y con cierto desahogo. La venta de ganado viejo le reportaba pingües beneficios y no era hombre de vicios ni proclive al gasto. En el registro de la vivienda no se encontraron monedas, pero sí dos billetes de 50 pesetas. También se echó en falta el libro de caja en el que Vicente acostumbraba a anotar con minuciosidad los movimientos que arrojaba su hacienda.
La noticia de lo ocurrido la gélida noche del 29 de enero de 1904 sumió al pequeño pueblo de Arcones en un hondo pesar. Durante el reconocimiento practicado, las autoridades judiciales comprobaron que los malhechores penetraron en la casa a través de un agujero que realizaron en el tejado, junto a la chimenea, valiéndose de una escalera de mano y de una reja de arado que luego dejaron olvidada en una sala. Además, para llegar hasta la alcoba donde dormía la víctima, tuvieron que perforar varias paredes y levantar un peldaño de la escalera que daba acceso al desván.
Las pesquisas apuntaron a otro vecino de Arcones, Eleuterio Merino. Examinada la reja y adaptada después a todos los arados existentes en el pueblo, resultó que esta herramienta de hierro solo se ajustaba al arado de Merino. También era de su propiedad la escalera que los autores emplearon para subir al tejado. Las pruebas tenían tal peso que la Guardia Civil procedió inmediatamente a la detención del Eleuterio y su esposa, Paula Sanz. La autoridad señaló asimismo a Virgilio, el hijo de ambos, pero la justicia solo procesó a los padres.
Eleuterio Merino no gozaba de excesivas simpatías en el pueblo. Sorprendía que hubiera actuado movido por el robo, pues al igual que la víctima, disfrutaba de una cómoda posición económica; sin embargo, de sobra eran conocidas las desavenencias mantenidas tiempo atrás con otros vecinos, entre ellos Vicente Yagüe, a cuenta de un juicio celebrado en el pueblo que la mayoría decidió no llevar hasta el final en contra de la opinión de un Eleuterio amenazante, según desvelaron los paisanos. Contaba el sospechoso 65 años de edad. Labrador de oficio, estaba muy gastado por el trabajo en el campo. Padecía del pulmón derecho y sufría una degeneración muscular pronunciada, así como una hernia inguinal. A la Audiencia acudió con el traje propio de las faenas a que se dedicaba, y los periodistas dijeron de él que se mostraba más tosco en sus ademanes que en sus palabras. Su esposa, de 61 años, vestía de luto. Era una mujer gruesa, baja de estatura y poco expresiva.
El denominado crimen de Arcones estuvo en boca de la opinión pública segoviana en la primavera de 1905, merced al juicio por jurados que albergaron las salas de la Audiencia Provincial entre los días 5 y 8 de junio. Como la pena de muerte planeaba sobre los dos procesados, el interés que el caso suscitó fue muy notable. El periodismo local se volcó. De hecho, el propietario de «El Adelantado de Segovia», Rufino Cano de Rueda, intervino en las sesiones como abogado defensor de Paula Sanz. Por su parte, el letrado Paulino Gómez del Pozo dirigió la defensa del marido.
La vista de la causa que había instruido el juzgado de Sepúlveda puso de manifiesto el rencor que determinados vecinos sentían hacia Merino. Varios testigos hicieron referencia a su «genio pendenciero» y casi todos identificaron como suya la reja de arado encontrada en casa del difunto, incluido el herrero que en su día la forjó. El barbero del pueblo, Ciriaco Gilarranz, desveló además que el Eleuterio acudió a afeitarse el día siguiente del crimen y que le notó «inquieto». El fiscal subrayó otros indicios que ponían en evidencia la culpabilidad del matrimonio, como el hecho de que la mujer entregara varias ropas manchadas de sangre a su nuera para que ésta las lavara, o la carta que Eleuterio escribió a su hijo, en la que expresaba cierto temor a verse envuelto en el asunto.
Dudas
Las defensas actuaron de manera brillante y rebatieron con tino los argumentos del fiscal. Tanto, que sería injusto obviar las dudas que se cernieron sobre el caso en el transcurso de la vista. Los letrados del matrimonio trataron de probar que sus defendidos nada tuvieron que ver con la muerte de Vicente Yagüe. A su favor contaron con las declaraciones de los peritos, el arquitecto Felipe de Sala y el médico José Ramírez. El primero afirmó que los procesados no pudieron realizar la obra para entrar en la casa sin gran esfuerzo personal, y supuso que los autores debían de ser grandes desconocedores de la vivienda del finado. El médico dudó de la participación de los reos en el crimen por su avanzada edad y el delicado estado de salud del hombre, limitado por una atrofia muscular progresiva. Ramírez no les consideraba capaces de entrar en la morada de la forma en que supuestamente lo hicieron, ni de luchar con la víctima, que a buen seguro trató de oponer resistencia.
Durante el juicio se hicieron pruebas con una reja que la defensa aportó para demostrar que un mismo hierro podía acoplarse a varios arados, y el letrado Gómez del Pozo denunció las constantes persecuciones que Merino sufrió en un pueblo donde los caciques hacían y deshacían a su antojo: «En Arcones, como en toda la provincia, como en toda España, existe por desgracia un caciquismo brutal que divide a los pueblos en dos bandos: opresores y oprimidos. A esta clase corresponde Eleuterio», dijo el abogado. El procesado negó que la reja fuera de él y aunque reconoció la escalera de mano, aseguró que cualquiera podía habérsela robado del corral. Sin embargo, el jurado popular condenó al marido a la pena capital y absolvió a la esposa. Ésta no pudo aguantar la presión y se desmayó al escuchar el terrible veredicto en medio de una sala atestada de público, especialmente de vecinos del pueblo, que mostraban su satisfacción y contento cuando se exponían los cargos que pesaban sobre el Eleuterio.
A partir de ese momento, los representantes en Cortes hicieron todo lo posible por conseguir el indulto. Sus gestiones dieron fruto un año después. El joven jurisconsulto Wenceslao Delgado defendió con éxito la casación de la sentencia, y el Gobierno acabó conmutando la pena de muerte por la inmediata de cadena perpetua a Eleuterio Merino Blanco. El rey firmó el indulto en San Ildefonso el 12 de julio de 1906.
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