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Un tal Lucas Cosme, artesano del barrio de San Andrés, fue el primer vallisoletano enterrado en el nuevo cementerio (de El Carmen). Su inhumación, según recoge el cronista Casimiro González García-Valladolid, se llevó a cabo el 29 de julio de 1833. En efecto, ese año el Concejo de Valladolid hizo caso por fin de la vieja Real Cédula de 1787 firmada por Carlos III para que en todas las poblaciones se habilitaran lugares donde enterrar a los muertos fuera de las iglesias y en lugares alejados y bien ventilados. Valladolid lo hizo en una pequeña parcela junto al Santuario de Nuestra Señora del Carmen Extramuros, fundado en su día por los Carmelitas Descalzos. Si fue tanta la demora en cumplir las órdenes del Rey no fue otra la causa que la falta de fondos para acometer la obra, pero, también, y muy importante, evitar entrar en colisión con la Iglesia, dado el mal humor que mostró esta ante la prohibición de enterrar en el interior de templos y ermitas… Pero esa es otra historia.
Diez años más tarde concluyeron las obras del cementerio que ahora conocemos, en el que una artística portada del desamortizado convento de San Gabriel y una notable reja de hierro, que luce la fecha de 1843, dan la entrada a un terreno de unas cinco hectáreas, que es lo que suele conocerse como cementerio histórico o romántico. Sucesivas ampliaciones han llegado disponer de un cementerio de treinta y cinco hectáreas.
Hacia 1991 se consideró que este cementerio municipal (popularmente llamando de El Carmen) estaba colmatado y que, por tanto, había que hacer uno nuevo. Y de ahí nació el cementerio de las Contiendas, en la carretera de Gijón, que junto con el de Puente Duero, son los tres lugares de enterramiento propiedad del Ayuntamiento de Valladolid.
El cementerio de 1843 se construyó siguiendo la tradicional arquitectura de las ciudades romanas: cuadradas, con dos calles principales que se cruzan y en cada una de las cuatro cuadrículas se van construyendo las villas y las casas -tumbas y panteones en este caso-.
En definitiva, cuando hablamos del cementerio municipal nos adentramos en 190 años de la historia de Valladolid, pues entre sus muros están los nombres de personas ilustres, héroes, villanos, artistas, expertos artesanos, militares, maestros, alcaldes, obreros, catedráticos, ministros y, sobre todo, nuestros seres queridos. No se conoce con exactitud el número de enterramientos que alberga el cementerio, pero seguramente podríamos hablar de una cifra que no se aleja mucho de los 200.000.
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Casi cualquier acontecimiento más o menos relevante ocurrido en Valladolid tiene su reflejo en el cementerio: Guerras Carlistas, de África, Civil…; así como pavorosos incendios, represión de disidentes, sean masones o protestantes, unánime reconocimiento de personas ilustres, la artística tarea de escultores y arquitectos, sentidos recordatorios de personas que se sacrificaron por las demás, rehabilitación de la memoria de quienes sufrieron represión y muerte por sus ideas, homenajes a ilustres militares o literatos… Lo dicho, la ciudad de los muertos que nos traen un pasado que no debe caer en el olvido pues es parte indisoluble de la historia de Valladolid. Tanto es así que debería ser una actividad obligatoria entre el estudiantado hacer un recorrido comentado por el cementerio.
Y si destacados son nombres y acontecimientos, no menos interesante es el compendio de simbología que encierra el cementerio: pináculos, columnas truncadas, triángulos, ángeles mensajeros, coronas de laureles, flores del pensamiento, relojes de arena con sus alas ('tempus fugit'), antorchas invertidas o apagadas, ánforas veladas y, por supuesto, la cruz de Cristo…. Acaso el símbolo mortuorio cristiano más antiguo es un ancla, que puesta de pie se asemeja a una cruz. La emplearon los primeros cristianos perseguidos por Roma para señalar sus enterramientos sin que fueran identificados con la característica cruz de Cristo. Cabe suponer que la «policía» romana no tardara en darse cuenta del ardid. El ancla, en la actualidad, significa firmeza y confianza en el más allá.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
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