La culpa de seguir vivo
Auschwitz: 75 años del final del horror ·
Dar testimonio de lo sufrido fue para muchos la razón principal y casi única de continuar en este mundoSecciones
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Auschwitz: 75 años del final del horror ·
Dar testimonio de lo sufrido fue para muchos la razón principal y casi única de continuar en este mundoLUISA IDOATE
Sábado, 25 de enero 2020, 08:11
Llevamos la supervivencia en los genes. Nos aferramos a ella en toda situación. Atacamos, defendemos, huimos, nos ocultamos; mentimos, convencemos, suplicamos, traicionamos; resistimos, flaqueamos, nos rendimos. Imponemos el instinto de conservación. Los supervivientes de los campos de exterminio nazis se agarran desesperadamente a la vida; ... la misma con la que luego negociarán para convivir con la inasumible mochila de seguir existiendo. ¿Cómo olvidar los hornos crematorios, los cadáveres amontonados? ¿Los cuerpos famélicos consumidos por los piojos? ¿Los vagones hacinados de gente y heces? ¿Las ejecuciones, las palizas, las violaciones? ¿El crujido de un bebé estampado contra un muro? ¿La lucha a muerte por una patata cruda? ¿La cosificación de la persona, reducida al número en el brazo? Lo peor, dicen quienes salieron vivos, es afrontar la libertad. Empezar de cero sin nadie a quien buscar ni que te busque. Sin dinero, papeles, ni hogar al que volver. Tomar decisiones, acostumbrado a obedecer a punta de pistola en todo momento. Enterrar la culpa de sobrevivir. Y encarar la vida.
No es fácil gestionar la libertad si se han hecho equilibrios con la muerte. «El día de la liberación fue el peor de mi vida. Me quedé sentada en la litera, reflexionando: 'Soy libre, ¿qué significa eso?'. Vivías de día en día, sin saber qué iba a pasar al siguiente». Sin comida, ropa, techo, ni a quien recurrir, Zofia Kaufman de Landau se desespera: «¿Dónde voy? ¿Por qué yo? ¿Por qué Dios me castiga y me deja vivir?». En 1996 en Venezuela, reconoce ante la reportera Julie Avram: «Pienso en el Holocausto día y noche. No puedo evitarlo, es más fuerte que yo. Me dicen que me relaje. ¿Y cómo?».
Cuando Jana Bar Yesha llega a la estacion Keleti de Budapest tras ser liberada, se siente «profundamente sola y desarraigada». Perdida. Desamparada como nunca. «Siento que no pertenezco a nada, a nada», rememoraba en 2008 ante la cámara. Con toda su familia muerta, escribe a un lejano pariente «intentando pertenecer a alguien». Lo cuenta en el documental 'Ella estuvo allí y me contó' para perpetuar su identidad, su historia. «Para que, cuando ya no esté aquí, quien me oiga diga: 'Sí. Yo escuché a Bar, yo la conocí'». El testimonio es una meta y un bálsamo para los supervivientes. Para que nadie olvide, para que no vuelva a ocurrir, para alertar del racismo, para estar preparados ante lo que puede venir…
¿Por qué yo sí y ellos no? Es la pregunta que tortura a los supervivientes. Cada uno la responde a su manera; cuando y como puede. «¿Por qué no dije: 'Voy a morir, voy a huir de todo ésto'»?, se interroga Helena Leber Rodzin ante el objetivo, en Santiago de Chile en 1996. «Porque dije 'voy a salir de todo esto', porque nuestro destino era sobrevivir y formar una familia», contesta. «¿Y los otros seis millones, era su destino ir a la muerte?», insiste con aplomo. «Hay interrogantes que no se pueden contestar. ¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué la gente ortodoxa solo rezaba? ¿Puede ser que mi mamá, mi hermana y yo fuésemos más sufridas y tuviéramos más fuerza y voluntad para sobrevivir? ¿Por qué nos salvamos, y además las tres juntas?». Y, después de todo aquello, «¿cómo te puede sonar la frase 'ser libre'?», plantea.
La culpa de seguir vivo es inevitable y corrosiva. Hay quien la siente por salvarse a costa de alguien; por elegir al azar la cola del trabajo mientras su familia se alinea en la de la muerte; por robar un cuenco de sopa que a otro le cuesta la horca. Hay decisiones que se reviven una y otra vez. Sofía Mleczak de Kawa ve morir a su hermana. «Yo me puse en la fila de vivir, estaba limpia y sin marcas», recuerda en 1996 en México. Matan a su hermano, su padre se suicida. Ella decide hacerlo junto a catorce compañeras. Llegado el momento, todas se agarran en cadena a la alambrada electrificada; ella no.
Algunos silencian el tema. Así lo decide Siegfried Meir. «No he querido hablar durante años porque, para mí, la deportacion no es un título de gloria. Es una humillación más que otra cosa. Cuando lo conté me dijeron que exageraba y por eso me callé». Lo relata en el libro 'Mi resiliencia' (Barcelona, 2016), escrito por Arancha Gorostola. «Me arrebataron mi infancia de forma violenta y abrupta, privándome de una familia y de una adolescencia normal, protegida y despreocupada». Logró dar sentido y equilibrio a su vida, dice. «No tenía más obsesión que la de ser alguien; porque siendo alguien me sentía querido, me sentía individualizado en mi diferencia, en mi humanidad. Y esa obsesión, la obsesión de vivir, de existir, me hizo renacer y construir la vida que quería que fuera la mía». No se quitó el número del brazo. «No es posible borrar el pasado… está ahí».
Los dilemas afrontados se rumian sin cesar. «Han pasado más de 70 años y aún lo tengo presente», admitía Lea Zajak en 2013. Está en Auschwitz. Su madre le grita: «¡Corre!». Escapa del grupo que va al crematorio y se escacabulle entre los nazis y los perros. «¿Para qué corrí? ¿Para qué quería sobrevivir, si se llevaron a toda mi familia? En ese momento uno no piensa, es el instinto de conservación». Se lo sigue preguntando. «Pero hoy sé contestarme. No sé por qué sobreviví, pero sé para qué: para prestar testimonio hasta el último momento de mi vida». Siempre con la última mirada de su madre clavada en la cabeza.
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