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Domingo, 20 de diciembre 2020, 11:49
Incredulidad, impotencia o injusticia son tres palabras que podrían resumir aquellas diez semanas de primavera en las que los salmantinos no pudieron ni despedirse de los suyos. No sólo es que la pandemia se estuviera llevando vidas a puñados, es que ni siquiera dejaba que los familiares de los fallecidos les diesen el último adiós como era debido porque los tanatorios y las iglesias estaban cerrados.
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En aquellas semanas de asombro por lo que estábamos viviendo, la Diócesis de Salamanca puso en marcha una iniciativa para intentar hacer más llevaderas las despedidas: colocaron una carpa en la puerta del camposanto y pusieron sacerdotes 'de guardia', acompañados por un psicólogo voluntario del tanatorio, para ofrecer un responso por cada fallecido que llegase al cementerio y para tratar de ayudar a sus familiares a sobrellevar la situación.
Las trincheras de la pandemia: en una funeraria
El vicario de pastoral de la Diócesis de Salamanca, Policarpo Díaz, explica que la Junta emitió un decreto que impedía organizar funerales. Tras algunas quejas «al final permitieron hacer despedidas con tres miembros de la familia y un ministro de culto», ya fuese cristiano, musulmán o de cualquier otra religión.
Díaz, como vicario de Salamanca, consultó con el obispo qué hacer y éste consideró «oportuno y necesario hacer algo» con urgencia, así que «organizamos un equipo. Un capellán del tanatorio estaba confinado por la edad y otro por ser una persona de riesgo. Hubo que hacer un equipo de voluntarios. Se lo planteamos a los más jóvenes, a los que pudieran... y se organizó un equipo de diez personas, que se turnaron todos los días, mañana y tarde, y atendieron a todas las familias, despidiéndolas en la carpa facilitada por el tanatorio y con la ayuda de su psicólogo, que dio muchas ideas, apoyó en la iniciativa...», explica.
El psicólogo es Nacho Bermúdez, quien desempeña una labor de voluntariado en el tanatorio. Bermúdez recuerda que la primera semana de pandemia las medidas fueron tan drásticas que surgió el «desconcierto» entre los parientes de los finados. «La gente fallecía y la llevaban al cementerio sin velatorio ni ceremonias. Las familias se vieron abandonadas. Se presentaban en el cementerio solo al enterramiento, sin haberse despedido. La situación era desoladora», comenta.
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La gerencia del tanatorio «vio que aquello era desgarrador, que la gente tenía una soledad brutal y que había que hacer algo para que no siguiera ocurriendo». En ese punto contactaron con el obispado «y se puso en marcha un servicio de atención espiritual psicológica sobre la marcha. Surgió la idea de la carpa, del breve oficio religioso y una asistencia psicológica de mediación en el momento, para que las familias se vieran acompañadas, para que hubiera un oración y que no estuvieran solas».
Y así fue cómo nació la idea de instalar la carpa para atender a los dolientes y despedir a los fallecidos. La iniciativa comenzó a mediados de marzo y terminó a finales de mayo, cuando se reabrieron los templos al culto. En aquellos meses los sacerdotes y el psicólogo atendieron a decenas de familias salmantinas.
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El vicario de pastoral resume el día a día en la puerta del cementerio. «Se pronunciaba un breve responso, se leía un pasaje del evangelio, se reflexionaba y se acompañaba a la familia a la sepultura, charlando o en silencio, dependía de las circunstancias. Se inhumaba, se despedía el duelo y volvíamos a oficiar el siguiente enterramiento». Nacho Bermúdez añade que había ceremonias «cada media hora. Una a las 11:00 y otra a las 11:30. Dejábamos a una familia en la tumba y nos la cruzábamos al volver a entrar acompañando a otra». También recuerda que «hubo un turno de sacerdotes y yo como psicólogo me ofrecía para hablar con las familias. Había un clima de recogimiento y despedida, con 3 o 5 personas, pero se lograba. Se las acompañaba hasta la tumba, se bendecía y se hacía un acompañamiento espiritual y psicológico que cubría las necesidades básicas».
El párroco comenta que fueron «días muy intensos». «Hubo momentos con 30 féretros en las cámaras esperando a que nos desenvolviésemos. En los peores días hubo unos 15 enterramientos diarios y a veces no tuvieron acompañamiento porque toda la familia estaba confinada, porque tenían parientes fuera y no podían desplazarse...» Díaz calcula que «habremos hecho cerca de 500 entierros, puede que más».
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Nacho Bermúdez admite que «nunca» había visto algo parecido. «A veces venía una hija acompañando al padre, una viuda al marido.... e incluso se enterró a gente sola porque los familiares no podían venir. En otras ocasiones había que elegir, porque tenían padres, hijos, hermanos... y no podían ir todos al cementerio. Había que elegir quién acompañaba a los fallecidos a la tumba. En esos momentos se actúa con la máxima delicadeza y afecto, tratando de cubrir las necesidades del momento para que nadie estuviera desamparado. Que haya dignidad al menos».
Por mucha 'nueva normalidad' que proclamase el Gobierno, a nadie se le escapaba que aquella situación no tenía nada de normal. Nacho Bermúdez cree que las familias padecieron una sensación «de injusticia hacia los mayores, porque no pudieron ser despedidos por toda la familia después de toda una vida, porque sólo había dos o tres personas...». También cita la «incredulidad» de los dolientes. «Tenían la sensación de que no se habían despedido, penaban por no haber vivido los últimos momentos de sus allegados. A veces pedían abrir el féretro para ver el cuerpo porque no se lo creían. Eran dolores añadidos y unas circunstancias que aportaban aún más dolor, injusticia e incredulidad. Hubo un sufrimiento importante y una gran tristeza».
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Díaz explica que «por un lado fue algo muy duro por la situación, por el miedo, porque la sociedad estaba quebrada, porque las noticias eran de cifras galopantes de muertos... y sin embargo, estuvimos al lado de la gente que sufría, acompañándoles, consolándoles con el bálsamo de la fe. Para nosotros fue un privilegio hacer una gracia de Dios, dentro de que mejor hubiera sido no tener que hacerla. Los curas nos comentábamos las experiencias diariamente y cómo lo vivíamos y hubo circunstancias muy duras. A veces se enterraba una familia entera en tres días. Un día los padres y después los hijos. Poder acompañar desde la fe y el cariño a la gente fue para nosotros algo imborrable. El equipo no ha podido juntarse de nuevo. Hubo curas de la ciudad, de los pueblos, unos diocesanos, otros religiosos.... fue una respuesta muy plural».
Nacho Bermúdez fue el único psicólogo que participó en esta iniciativa y se declara «orgulloso» de haberlo hecho. «Lo recordaré con la pena del momento que se vivió y con el agradecimiento de haber podido ayudar y estar cerca de las familias»
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Los allegados de los fallecidos valoraron muy positivamente este servicio de atención religiosa y psicológica. «Hubo un agradecimiento constante de las familias por estar allí, a veces inmerecido, porque hicimos lo que teníamos que hacer. No era nada extraordinario. Era nuestro ministerio, pero la gente estaba muy agradecida», comenta Policarpo Díaz. «Algunos hasta querían darnos dinero», confiesa. Además de al cementerio de San Carlos Borromeo, «también íbamos al de Tejares y a los crematorios, a donde nos llamaban. La gente siempre tiene detalles de agradecimiento, pero estamos pagados con lo que hacemos».
Varias familias incluso han mantenido el contacto con los sacerdotes que les atendieron. «A algunos les fueron a ver a sus iglesias. También hemos celebrado eucaristías, se han pasado por las parroquias... algunos mantienen pequeños vínculos con las familias, porque a veces eran conocidos o conocían a alguien o eran de su pueblo...». En este punto, Díaz destaca el compromiso de los religiosos de Salamanca. Recuerda que las 10 plazas de voluntarios se cubrieron de inmediato «y que hubo más gente que se apuntó. Cada cura tenía sus pueblos, además. El de La Alberca, por ejemplo, al final no hizo falta que viniera, pero además tenía que atender ocho pueblos» en los que también había funerales que oficiar.
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El psicólogo confirma que la respuesta de las familias fue muy buena. «Se trataba de evitar la hemorragia de dolor que sufrían. Se trataba de hacer algo digno y se consiguió» durante las largs semanas de primavear que duró la iniciativa. Entre las familias vio miradas de «complicidad y agradecimiento, que decían que no habían estado solos».
La carpa estuvo en la puerta del camposanto casi dos meses y medio, hasta que se pudieron reabrir las iglesias y los tanatorios. «Entonces nos despedimos de este servicio», explica Policarpo Díaz «y ojalá nunca tengamos que volver a aquello».
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