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Cuando comencé el instituto, en 1982, Alaska y toda la tropa de crestas y tupés hablaban ya en pasado de la Movida. Los adolescentes de ... las provincias maldecíamos nuestra suerte y nos preguntábamos como Ligia Elena, la del Gato Pérez, «ay, señor, y mi trompetista cuándo llegará». Ese entusiasmo desordenado y loco, esos pelos de colores y chupas del Rock-Ola a la meseta no llegaban. Radio 3 era el principal vehículo de lo que estaba pasando al otro lado del Guadarrama, aunque, de vez en cuando, pillaba en el dial un programa nocturno que se emitía desde Valladolid, un lugar desconocido por entonces para mí. Valladolid me sonaba a jota, pero gracias a la radio supe que allí había grupos que peleaban por su propia movida, como también hubo algunos en Segovia, por pequeña que fuera, y es. Hoy la movida está defenestrada, y hasta hay quien dice que fue la responsable de que en España no se hubiera hecho una revolución completa, los mismos que critican a los que pactaron la Transición. Pero no lo sentí así entonces. La frivolidad de los protagonistas de la movida resultaba muy refrescante y un eficaz disolvente de la solemnidad que había acompañado a la Dictadura. No hay nada que fastidie más a cualquier régimen totalitario que la alegría y el sentido del humor, ya lo decía Guillermo de Baskerville en el Nombre de la Rosa.
Casi todo lo que de movida hubo en Segovia se concentró en los ochenta en un pequeño bar a los pies de la torre de la iglesia de San Esteban, desde hace mucho tiempo cerrada al culto, con su plazuela preciosa sacrificada a mayor gloria de los coches. En los sesenta y setenta, el local había sido la taberna de Evaristo quien, además de servir chatos y rellenar botellas de vino y vinagre para el uso de las muchas familias que vivíamos por allí, había aprovechado el hueco de un ventanuco para apilar golosinas. Cuando salíamos de la misa dominical, los niños corríamos a gastar la propina en bolsitas de pipas de Los payasos de la tele, chicles Niña, regalices y bazookas, y salíamos pitando de ese túnel con olor a vino, que era territorio de los mayores. Pues justo esa taberna pequeña, unida por una escalera empinadísima e irregular de madera maciza a otro par de plantas igual de pequeñas y con una bodega oscura a la que se accedía por una trampilla, en los ochenta unos genios la transformaron en el Rita, un lugar libertario y divertido. Conservaron una preciosa barra de estaño con grifo, al estilo de las tascas antiguas, y el resto lo llenaron de espejos y luz. En la planta de arriba, junto a un piano negro, estaba la diosa del local, Rita Hayworth, mordiendo su guante. La música, por supuesto, esencial, desde Nacha Pop a Burning, de los Talking Heads a los Smiths. Y dominando la barra, algo poco frecuente por entonces, camareras nada serviles, vestidas como eran, mujeres con vida propia. En fin, qué más podíamos pedir los «modernos» de Segovia, que para parecer raros teníamos que recurrir a ponernos la gabardina del abuelo…
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Después del Rita llegó el Casco Viejo, y luego, creo recordar, cierres y aperturas intermitentes hasta que echó finalmente la persiana, como tantos pequeños negocios: bares, ultramarinos, droguerías, pescaderías, papelerías, mercerías, zapaterías, en fin, ya saben. Desde hace poco es una vivienda, una de tantas de las que se han rehabilitado en el centro y se alquilan a los jóvenes universitarios que puedan pagar precios nada baratos. Junto a la ventana de las chucherías hoy hay una mesa con un flexo, en la que un chaval trastea en el ordenador; donde estaba la barra se perfila alguna estantería y ropa revuelta, a la espera de destino. Me pregunto dónde dormirán, si en el rincón de los espejos que había al fondo, o tal vez arriba, en el espacio que ocupaban las mesas de mármol y las sillas thonet donde matábamos las aburridas tardes de domingo.
Ley de vida, dirán. También antes de aquella bodega de Evaristo hubo otra cosa, y antes de esa otra, y posiblemente antes un corral de gallinas, y antes la nada. Y si te vas al campo donde había trigales ahora hay placas, y donde hubo un convento hoy hay un restaurante, y donde estaba la caja de ahorros ahora hay un súper grande o una clínica dental. Y en los locales de pequeños comercios que sustentaron varias generaciones de familias, de un par de años para acá van apareciendo viviendas porque, aunque en Castilla no sobra un habitante, de pronto –será una plaga bíblica– mucha gente no tiene donde vivir. Sí, será ley de vida, o las leyes de los hombres. Pero en ese rincón estuvo el Rita, y, como los Nacha, no me olvido.
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