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El Alcázar de Segovia es historia, pero su materia principal no es la piedra caliza, sino los cuentos de hadas. Alfonso X se ha quedado ... para vestir santos, y lo que buscan los miles de visitantes es fotografiarse junto a la proa del buque emergiendo sobre el peñón de roca. Así lo sueñan en internet y así lo desean. ¿Cómo pueden ganar la partida los Trastámara a la esperanza de que los besos despierten de la muerte? Todos sabemos que el Alcázar se quemó prácticamente por completo en 1882. En San Antonio el Real, antiguo palacio de recreo de Enrique IV y hasta hace poco monasterio, hay artesonados originales de la época, aunque sus puertas hoy estén cerradas, sin que parezca importar a la autoridad. Pero al Alcázar se le engarzó un sueño, y ahí nos enredamos todos, porque de sueños no vamos sobrados. Con una inteligente restauración, con elementos de aquí y de allá, todo es verosímil, todo encaja. Evocación, esa es la clave.
Bola de Nieve grabó una vez la copla «La flor de Olmedo», basada en la seguidilla popular que inspiró la obra de Lope de Vega. Con su piano y esa voz de «vendedor de mangos», como él mismo decía, el cantante cubano evocaba como nadie el amor imposible que a la vez da sentido a la vida. No es tan extraño que encajara en su repertorio una leyenda en la que se cruza el amor, la traición y el destino. En sus últimos años, ya con poca salud, el cantante regentó en La Habana un local de copas, Chez Bola. Seguro que allí muchos cubanos escucharon por primera y única vez las palabras «Pisuerga» y «Valladolid», y nos imaginarían morenos de verde luna, envueltos en un halo de romance lorquiano. Los que hoy viven con nosotros, que son unos cuantos, tendrán una idea bastante diferente.
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Cuento esto porque pensamos que la imagen de un lugar es sólida y está construida sobre siglos de historia, cuando es mutable y hasta fruto del azar, de una canción, de un sueño que alguien tuvo y que fue bendecido por la mayoría. Para los de fuera, apenas un par de etiquetas son suficientes para identificar una ciudad. Pero también puede pasarnos a los de dentro. Las ciudades tienen que tener cuidado con cómo se cuentan a sí mismas, porque les ocurre como a las personas, que sus percepciones las constriñen como profecías, aunque muchas veces sean solo tópicos. No conviene ser demasiado desconocida, por muy bella que seas; ni tampoco un referente del abandono, que por algo será; ni un lamento permanente del pasado glorioso, como si dieras la batalla por perdida; ni tampoco fiarlo todo al turismo, porque es plegarse al deseo de los otros, como Blancanieves. En general, está comprobado que no conviene poner todos los huevos, perdón, los sueños, en la misma cesta.
Hoy que Grimm y Perrault tienen que competir con Google, es difícil saber si los lugares se sueñan a sí mismos, o si son soñados por otros. Hace poco leía los motivos que aducía una firma internacional para implantar franquicia en Segovia: porque era una ciudad muy turística, con universitarios y «comienza a despertar como ciudad residencial para descongestionar Madrid». Ese es el sueño para Segovia de los inversores, y queda por saber si los segovianos también tienen un hueco y pueden compartirlo, o si se les invita a retirarse antes de que les arrolle el gigantesco bazar inmobiliario. En Segovia tienen Alcázar, sí, pero están desanimados, casi resignados a su suerte: hasta se han olvidado de que pueden tener sueños propios. Pero los tienen, todos los lugares los tienen, y con frecuencia no son los que les cuentan. En Valladolid han conseguido que se escuche la voz de los residentes frente a la invasión de las terrazas, que no es algo menor. Eso es que los vallisoletanos sueñan con seguir viviendo en su ciudad, para lo que es imprescindible que duerman y paseen. Aunque también quieran turistas, normal.
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