En el colegio, muchas tardes teníamos clases de costura. En una cajita llevábamos el acerico, las tijeras, las bobinas y un retal panamá. La mayor parte del tiempo la dedicábamos a bordados, que era lo lucido. De pasada, nos enseñaba a hilvanar, a hacer un ... pequeño dobladillo, a preparar un ojal para meter un botón. La profesora, que en tiempos adiestró en las filas de la Sección Femenina, quería que usáramos dedal, pero era tarea imposible, y acababa desprendiéndose como la caperuza de una bellota. A finales de los setenta, tanto ella como nosotras, sentíamos que el tiempo de las vainicas se acababa. Y Tequila ya había salido por la tele.
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Con el tiempo, olvidé muchas cosas, pero no a enhebrar una aguja y a unir dos telas, aunque sea con cuatro puntadas burdas. Nunca he sido hábil ni he encontrado satisfacción en las labores primorosas, pero sí en zurcir un calcetín o reparar un enganchón en una camisa, por ejemplo. Cambiar una bombilla, pegar el asa de una taza, ese tipo de destrezas domésticas, hacen sentir bien, y no solo porque ahorres dinero. Contemplas el apaño y te sientes como Robinson Crusoe después de ensamblar los restos del barco y levantar su cabaña. Eres un ser humano útil, con manos y cabeza. Ojalá supiera utilizar el taladro y reparar cisternas, pero esa clase no me la ofrecieron.
Esas tareas antes normales en casi todas las casas cada vez están más mercantilizadas. Me refiero a tareas que van más allá de lo que hemos aceptado como inevitable, como que otras personas se ocupen del cuidado de los hijos, o de nosotros mismos, cuando no seamos capaces de cubrir nuestras mínimas necesidades. Hablo de las tareas básicas de supervivencia –«sus labores», como ponía en el carné de nuestras madres–, pero también a los apaños de pequeña escala que solían ocuparse los padres, con quien ahora compiten aseguradoras que ofrecen un «marido de repuesto». Si hablamos de ropa, por aquí ofrecen un pack para solteros, cuatro coladas al mes, plancha incluida. La limpieza por horas, por supuesto. Los arreglos de la ropa, en el cosetodo, y si no a la basura. Y donde la sustitución ha sido total es en la cocina. De mediterránea, a nuestra comida ya solo le queda la situación geográfica. Cuantos más programas de cocina, cuantos más consejos, menos cazuela. Basta con ir al supermercado y supervisar los carros de la compra, hasta los filetes vienen ya empanados. Puedes pedir costura, planchado y cocina a domicilio, y no tardando hasta un abrazo y un beso de buenas noches antes de que te cubran bien con la manta.
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Solo desde nuestra creciente incapacidad de usar las manos se entiende que hoy sea de máximo interés qué bar hace la mejor tortilla de patata o la mejor croqueta. Antes en casi todas las casas para cenar caían croquetas, básicamente dependía de las sobras de la comida del día anterior. Nunca oí a nadie decir que las croquetas de su madre estuvieran malas, en todo caso que las de su abuela todavía eran mejores. Ahora, en todas las cartas de los restaurantes hay croquetas, caseras o de las otras, y si huelen a trufa parecen un lujo. Pedimos croquetas en mesas extrañas y están buenas. Pero las de tu madre eran mejores, porque te las comías en la mesa de siempre, repantigada en la silla con el pijama ya puesto, sabiendo que el día terminaba y que mañana vendría otro con sus complicaciones, pero que por la noche la croqueta no fallaría. Esa es la petición básica, danos hoy el pan de cada día, y mañana ya llegará.
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