![Simpatía por la Plaza del Salvador](https://s2.ppllstatics.com/elnortedecastilla/www/multimedia/2023/04/28/vallisoletanias_51.jpg)
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Lo primero que hay que decidir es si Valladolid es masculino o femenino porque, de esa decisión penden, de modo consecuente, otras. Es un tema clave y me sorprende que no se haya abarcado aún. No se puede decir a la vez que Valladolid es preciosa y que Valladolid es precioso y esperar que no pase nada, que no tenga consecuencias, como si el género fuera algo baladí en la conformación de una identidad literaria, que es lo que es una ciudad, un cúmulo de adjetivos adosados como lapas a la realidad y que terminan por ser la realidad misma. O peor aún, podríamos llegar a pensar que existe la autodeterminación de género para lo urbanístico y que una ciudad puede ser a la vez macho y hembra o incluso que puede que su género fluya, como un río. En concreto como el Esgueva, que es la Esgueva cuando nos sale de las narices. O sea, que se traviste. Lo que es indudable es que las cosas no tienen ADN así que su género sí que es un constructo. De hecho, he llegado a la conclusión de que se utiliza el masculino para los defectos de Valladolid y el femenino para sus virtudes. Así, Valladolid es muy bonita, pero es muy frío. Valladolid es hospitalaria, pero, sin embargo, es muy aburrido. Quizá podamos llegar a un acuerdo y dividirlo por épocas: masculino en verano e invierno y femenino en primavera y otoño, si es que fuera posible seguir estirando durante mucho más tiempo esta mentira de las estaciones. Antes decían que en Valladolid teníamos dos: la de invierno y la de Renfe. Ahora tenemos el verano, que dura de abril a octubre; el otoño, que se circunscribe a una semana de noviembre; el invierno, que va desde entonces hasta marzo y, finalmente la primavera, que son dos semanitas y que, en Valladolid, no tiene nada que ver con el azahar, los naranjos y los jazmines de las coplillas sino, más bien, con un resumen de todo lo anterior en veinticuatro horas, donde pasamos del calor extremo al frío polar pasando por ventiscas, lluvias torrenciales y diez minutos de paz que, además, te suelen pillar dormido.
Y volviendo a lo del género, también se puede dividir por días, siendo Valladolid masculino entre semana y femenino de viernes a domingo. Los puentes podemos ser lo que queramos, abandonando por unas horas la dictadura de lo binario. O podemos dividirlo por zonas, que creo que es la mejor opción. Es indudable que el paseo de Zorrilla es masculino, diría que incluso fálico, pero si hay algo femenino en la ciudad es sin duda la plaza del Salvador, que tiene algo de útero, de vientre materno, de regazo templado y suave y de entorno seguro en el que, para encontrar un coche o un ruido, hay que cambiar de código postal y posiblemente de huso horario.
Paso por esa plaza cuatro veces al día y cada una de ellas es diferente; por la mañana parece la plaza de un pequeño pueblo pequeño de Castilla, podría ser Aranda de Duero o Sepúlveda; al mediodía se convierte en un recóndito lugar de la Toscana y por la noche, con ese campanario iluminado parece el epicentro mundial de la discreción, la zona cero de una manera de entender el mundo y su lirismo. Pocas cosas más bonitas que entrar desde la calle Castelar y ver como la torre encaja en la perspectiva como un puzle perfecto.
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José F. Peláez
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Pero por la tarde, esa plaza es otra dimensión, parece de otro siglo. Es un espectáculo que no me canso de observar. Suenan las campanas, las librerías sobreactúan, como si estuvieran jugando a ser librerías de cuento, en un círculo autorreferencial meta literario y maravilloso que lo llena todo de letras que caen del cielo como hojas de esa encina, que se pone contenta cuando está rodeada de niños que juegan. Lo hacen, además, sin tablets y sin móviles. Juegan al fútbol, a la comba, a la cuerda. Corren en todas las direcciones en un aparente caos en el que yo he logrado descifrar un orden pétreo. Juegan como se ha jugado siempre, hay peonzas, patinetes, policías y ladrones, indios y vaqueros. Hay cromos, rayuelas en el suelo, porterías con abrigos y perros felices que se unen a la fiesta. Hay madres y padres que hablan entre ellos, qué cosas. También hay abuelos persiguiendo infantes con el bocadillo de foie-gras de la mano y una pera. Y hay un santo, que es patrón, y que apacigua la escena con la mano tendida, como si estuviera preparado para bilocarse si le llega un balonazo. Las tardes de esa plaza parecen detenidas en el tiempo, en un espacio intemporal que podría ser el de mi infancia y el de todas las infancias, porque ese sol taciturno siempre ha sido el mismo.
Y el viernes, cuando la tarde entra en declive, a esa hora en la que ya no hay niños ni perros, pero tampoco hay hombres solos volviendo a casa a encontrarse con su tristeza. Una hora que no es de nadie y en la que no sabes si alargar la sobremesa o inaugurar el primer vino de la pre-cena; una hora canalla y violeta en la que puedes ir vestido con la ropa con la que saliste a tomar el vermú o ponerte etiqueta preventiva, con la certeza de que en ambos casos vas a quedar igual de mal. Y te pasas por Mesetarios a ver a Miguel o a El Barbas, que son la cara y la cruz de una misma manera de entender la felicidad, un colmado castellano que se convierte en taberna sin palmas. Y entonces sube el vino, cae la luz y la Plaza del Salvador es solo el foyer del Pasaje Gutiérrez, que es a la vez un teatro, un museo, un escenario, un set de rodaje, un centro comercial y la Galería de los Uffizi. Es el pasillo de un hotel que, a los lados, en lugar de habitaciones, tiene bares. En uno de ellos -antes Pigiama, ahora Piscolabis- está Jacobo Varela, que lo hace tan bien que a veces pienso que es un actor haciendo de él mismo. Ha alcanzado la maestría total en el arte del vallisoletanismo, que es una manera de estar y de no estar a la vez, una mezcla entre San Pedro Regalado y el 'bartender' del American Bar en el Savoy de Londres.
Intentaré seguir desviándome un poco cada día para ver la primavera desde el lugar más recóndito de una ciudad tranquila y ser niño durante un rato. Mientras siga así, da igual que Valladolid sea masculina o femenina, porque tendremos relevo y la esperanza de que nuestra ciudad no se convertirá en un nido de descerebrados. Al contrario, pienso que esa plaza es una vacuna. Y me alegra, porque yo estoy hasta arriba de anticuerpos.
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