Secciones
Servicios
Destacamos
Hay un punto mágico en Valladolid, un punto de la ciudad que parece marcado en el mapa con una equis, como si fuera el tesoro oculto de la isla. Ese punto es La Antigua. Y esto es así es porque, en realidad, es eso, un tesoro, un hallazgo diario, una sorpresa maravillosa y una joya escondida de la mejor manera posible, es decir, delante de nuestros ojos, que es como se esconden las cosas que no quieres que nadie encuentre. Tengo la suerte de pasar por ahí cuatro veces al día y no hay una sola vez que no me asombre. Porque La Antigua cambia según el lugar desde el que la miras y no hay dos veces en las que la veas igual. Nada tiene que ver la visión majestuosa que te muestra cuando bajas desde la Universidad por Arzobispo Gandásegui que la vista misteriosa desde el cruce de Paraíso con Esgueva; no se parece en nada la panorámica de la torre desde ese hueco de Angustias con la calle Solanilla -cuando la iglesia aparece como un espejismo del Renacimiento italiano-, que la vista completa del conjunto desde Portugalete, cuando La Antigua parece pequeña, perfecta, casi como si hubiera sido hecha por Cubero con terrones de azúcar. Nada que ver la piedra blanca de la mañana fría con el amarillo tibio de sus tardes de primavera. Y, sobre todo, nada que ver La Antigua cuando llega la niebla de las noches de enero, con ese campanario en el que se difumina la luz fragmentada y que convierte la torre en el faro de toda Castilla.
Y la Cruz de la Antigua, que es la 'equis' dentro de la 'equis', un lugar en el que hemos quedado mil veces y desde el que, sin moverte, puedes ver la propia Antigua, la Universidad, los restos de la Colegiata de Santa María la Mayor, la Catedral, la Solanilla, la parte de atrás de Las Angustias, el tejado del Calderón y esos edificios preciosos que aún se conservan del Valladolid antiguo en Portugalete y en la calle Magaña. Y, por supuesto ese pedazo de edificio en medio de la Plaza de Portugalete, ese mamotreto incalificable al que debemos mucho más de lo que creemos. Entre otras cosas, ese edificio es el símbolo de la destrucción urbanística de Valladolid, una oda al progreso mal entendido que quiso cargarse la tradición y la belleza de lo viejo para lanzarse en brazos del desarrollismo práctico y supongo que también lisérgico. Y que destrozó nuestra ciudad para siempre. Verlo nos recuerda de lo que somos capaces y dónde podemos volver si no tenemos cuidado. Yo sé que a todos nos duele la destrucción de nuestro patrimonio, y, desde luego, no hay nada que me moleste más que cuando viene alguien de fuera y me dice: «Pero ¿cómo puede haber edificios así de feos al lado de obras de arte por todo Valladolid?» Y siempre les digo lo mismo: «No nos trates como culpables sino como víctimas. Y sí, ya nos habíamos dado cuenta, pero, de algún modo lo borramos de la mirada por autoprotección». Es como cuando alguien te dice que estás más gordo, que da ganas de decirle: «Sí, señora, le recuerdo que me miro al espejo todos los días, es usted muy amable por recordármelo». Pues esto igual.
Otros artículos de la serie
José F. Peláez
José F. Peláez
Y, sin embargo, ese eclecticismo es el que impide que en Valladolid seamos nacionalistas pese a tener todos los mimbres para vivir desde el supremacismo histórico. Porque todo nacionalismo parte de lo estético, de una uniformidad estilística que te hace sentir diferente, especial, con unos rasgos identitarios visibles que te distinguen del de al lado. Nosotros no tenemos eso y, detrás de La Antigua, hemos convertido el palacio del fundador de la ciudad en un Gadis. Esa manera de salpicar la belleza con fealdad es lo contrario del protestantismo. Si ellos expulsan a los impuros de la comunidad, nosotros, los católicos, los integramos. Es más, no es que los integremos, es que empezamos la misa admitiendo que los impuros somos nosotros. Casi dan ganas de expulsar a los puros, pero no por puros, sino por hipócritas. En fin, que esta profanación de la belleza es algo parecido: en Valladolid admitimos entre nuestras fronteras la fealdad, la imperfección y la asumimos como parte de la verdad. Porque ciudades preciosas hay miles. Y pueblecitos bucólicos, a patadas. Pero para tener una catedral partida por la mitad, sin ningún complejo ni trampantojo y con una de sus torres destruida por un terremoto y que nos parezca genial, hace falta nacer vallisoletano. Y La Antigua es precisamente ese punto desde el que dejar atrás la belleza total y románica para entregarte a la realidad de lo que tienes delante: el mamotreto de la novedad de los tiempos y la decadencia de lo que se fue para no volver jamás.
Hace años compré en la Feria del Libro un volumen de Juan Carlos Urueña y de Óscar Burón llamado 'Ecos de Ansúrez,'que les recomiendo mucho. Aprendí mucho de ellos y lo sigo haciendo. Pero, desde entonces, no puedo evitar ver La Antigua y la Colegiata como fueron y no como son. Veo a Ansúrez a caballo con su estandarte, veo el río haciendo la curva desde Esgueva hacia la Solanilla y otra curva de nuevo en la Solanilla hacia Portugalete, Cantarranillas y Cantarranas, que no es exactamente lo mismo, y los que hemos cambiado cromos en los ochenta lo tenemos claro. Yo veo físicamente el río, escucho a las ranas, huelo la pecina, encuentro puentes, juncos y espadañas. Veo el soportal de La Antigua desvencijado y el 'emparedamiento' que un día hubo. Imagino a las mujeres allá recluidas, el desaparecido soportal de la puerta de acceso y la casa del cura. Pero, sobre todo, veo la torre románica, la teja y el campanario más alto de España. Y qué quieren que les diga. Yo no puedo ni quiero acostumbrarme a esta belleza. Quiero seguir asombrándome cada mañana como si fuera la primera vez. La Antigua es lo más nuestro y el día que pase por allí y no me afecte recordar lo que mi ciudad ha sido y ahora es, cuando mi sensibilidad se vaya al garete y ya no mire hacia arriba de esa torre asombrado, por favor, péguenme dos bofetones como a esos niños malcriados y desagradecidos y recuérdenme que somos orgullosos testigos de una ciudad inigualable. Y, sobre todo, a nuestra manera, sin competir con nadie, con la belleza de la imperfección y las arrugas de quienes han vivido de verdad.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.